Como cuerpos extraños en un mundo que solo las mantiene por la voluntad de unos pueblos nostálgicos y encandilados que ven en ellas símbolos de una ilusoria identidad nacional, las monarquías sobrevivientes se notan cada más fuera de lugar, patéticas e irrelevantes, incluso ridículas, con sus blasones y sus castillos, sus pompas, sus ceremonias y sus rituales.
Expresión de un momento histórico ya superado, sin embargo, se mantienen como espacios de sueños y fantasía, de abundancia, de lujos sin límite, apartadas de todo y de todos, habitadas por seres percibidos como superiores e inalcanzables, únicos entre la especie humana, y, por eso mismo, dignos de la admiración y el culto de unos súbditos alelados y alienados por tanta magnificencia. Su ofuscante estilo de vida pareciera ejercer una desbordante fascinación sobre una población sencilla y humilde, que no deja de vitorearlas y dejarse engañar por su obscena ostentación y su pálido fulgor.
Pero todo esto no deja de ser una farsa. No hay que olvidar que estas monarquías hoy edulcoradas son herederas de las mismas que estuvieron a la cabeza de imperios sanguinarios, que recorrieron el mundo, saqueando, robando, esclavizando y exterminando a pueblos enteros.
El imperio británico no fue la excepción. Empezó a expandirse a principios del siglo XVII y se extendió a lo que hoy es Norteamérica, Asia, partes de África y Oceanía. A su paso, ejerció un dominio brutal sobre las poblaciones sometidas a su yugo mediante la tortura, la explotación extrema, el hambre y el abuso.
A mediados del siglo XIX se había apropiado del continente indio y de sus inmensas riquezas, y a China exportaba opio ilegalmente, país donde el consumo de esta droga produjo estragos entre la población local, algo que poco o nada importó a los británicos, preocupados solo por extraer utilidades a costa de tráfico tan inmoral. Este vergonzoso pasado es ignorado hipócritamente por unos poderes mundiales y una realeza, cuya cabeza acaba de morir.
Pero el imperialismo inglés no solo cometió latrocinios en el pasado. Hoy, y a pesar de haber perdido sus arrestos de conquistador, no deja de participar, junto con otros países europeos y Estados Unidos, al que está unido por el cordón umbilical de la Alianza Atlántica, en guerras de exterminio, como las libradas no hace mucho en Irak (donde fueron asesinados un millón de civiles y se destruyó por completo una riqueza cultural e históricas milenaria), Afganistán, Libia, Siria y Yemen, todas, curiosamente, o naciones ricas en petróleo o de importancia geoestratégica, ambos objetivos muy preciados por las potencias coloniales o mal llamadas del primer mundo.
La memoria de la gente es corta y por eso termina rindiéndole culto a sus verdugos. Pues resulta inexplicable que haya gente que llore por la desaparición de un personaje que no le legó nada a la humanidad, que ignoró por completo sus sufrimientos, que con su silencio cómplice apoyó guerras genocidas como la que libra el sionismo israelí contra el heroico pueblo palestino y que avaló toda clase de injusticias mientras vivía plácidamente, con su ejército de siervos y empleados, en medio de la holgazanería, el ocio y el aburrimiento.
Hipócritas como son, los que, desde las alturas del poder, dicen llorarla hoy no derraman una sola lágrima por ella. Tienen que simular por obligación porque se ha muerto uno de los suyos y fingir dolor porque podrían quedar mal ante el mundo. Pero no son más que payasos representando un sainete.
A los pueblos, por su parte, poco o nada les importa este suceso, inflado hasta el delirio por los medios dominantes, a los que excita sobremanera que un miembro de una monarquía se muera, se case, se separe, incurra en infidelidades o se emborrache, todo tratado dentro de los códigos livianos y tolerantes de la farándula y la frivolidad, pero a los que les son totalmente indiferentes problemas gravísimos como el hambre en el mundo, especialmente la que afecta a 8 millones de niños menores de cinco años, que se encuentran en riesgo de morir por esta causa.
Así que el contraste es deprimente y desconcertante: se llora por un ser sin ningún mérito y no hay compasión, conciencia, solidaridad y empatía con el sufrimiento de tantos seres desamparados, víctimas de la injusticia de un orden político, económico y social diseñado para favorecer los intereses de una minoría reducidísima de la población.