Más que la revocatoria del actual alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, la iniciativa ha puesto en entredicho, por parte de quienes se oponen, la validez misma de la figura consagrada dentro de los mecanismos de participación, Artículo 103 de la Constitución Nacional. De acuerdo con algunos de los argumentos, sería inútil y lo que correspondería hacer es eliminarla del articulado, pese a ser uno de los más importantes logros del constituyente de 1991.
Después de más de cien años de una constitución marcadamente centralista, en la que la democracia se reducía a convocar a la ciudadanía a las jornadas electorales, con la nueva constitución se buscaba, entre otros, posibilitar un sistema de representación y participación más cualificado, que diera lugar a una ciudadanía más deliberante, más informada y responsable con los asuntos de Gobierno y de la política, y más comprometida en las cuestiones concernientes al interés general y colectivo.
A decir verdad, este propósito se encuentra todavía en ciernes. Difícil ha sido sobreponerse a unas prácticas políticas herederas del clientelismo, el nepotismo, la corrupción… y toda otra serie de circunstancias que le han negado al país la posibilidad de ponerse a la altura de las sociedades y las democracias modernas. Lo anterior sin dejar de lado, adicionalmente, las secuelas de un conflicto armado de más de cincuenta años, del que, si todo sale bien, apenas empezamos a liberarnos.
En esa dirección, independiente de cuál sea el momento y quien sea el gobernante, suena contradictorio que haya quienes se oponen a que se haga uso de este tipo de iniciativas ciudadanas, que son parte de un camino que no hemos logrado recorrer hacia la transformación de la cultura política e institucional, especialmente en lo que concierne al rol del ciudadano frente a la gestión de Gobierno, que permanecen todavía en el desinterés y la apatía, con un costo muy alto para el desarrollo, la eficiencia y la transparencia de la administración pública.
Parte de quienes se manifiestan en contra de la revocatoria se basan en el hecho de que haya transcurrido tan sólo un año de gobierno, razón por la que no habría criterios suficientes para hacer una evaluación objetiva de su gestión. Otros, fundados en el mismo criterio, consideran que, de llegar a hacerse efectiva, quien resultara luego elegido tendría solo un año o año y medio para cumplir con su mandato, lo que tampoco le alcanzaría para dejar en firme sus realizaciones y desarrollar sus propuestas. Se afirma entonces que lo único que se haría es generar un vacío o caos institucional, pues, en cualquier caso, sería peor el remedio que la enfermedad. Así que, sobre este aspecto en particular, se equivocó y perdió su tiempo el constituyente del 91 creando un mecanismo que sería en la práctica inoperante.
Lo claro es que estamos frente a una interpretación puramente algorítmica, que reduce el concepto de institucionalización y así mismo el de democracia a lógicas meramente instrumentales y procedimentales que nada dicen de la democracia como virtud, como pensamiento, como conjunto de valores, en fin, como cultura y como parte de una historia que hay que recrear hacia la construcción de nuevas prácticas y significaciones que permitan refundar el rol del ciudadano en el ejercicio de la política.
Si bien es cierto que en un año no es suficiente para hacer una valoración de las realizaciones alcanzadas por el gobernante, sí se sabe ya el qué, el cómo y el para dónde va, que es finalmente lo que corresponde al interés de los ciudadanos. En esencia, no se gobierna para el periodo que se fue elegido, por el contrario, es el futuro de la ciudad y de las próximas generaciones lo que está en juego. A un año de su mandato, el gobernante ya ha definido su agenda, se sabe cuál es el modelo de ciudad que propone, cuál es su estilo de gobierno, cuáles los ejes en los que ha centrado su gestión y las estrategias con que se propone llevarlos a cabo. ¿Cómo no valorar entonces que los gobernados tengan la posibilidad de pronunciarse y manifestar su aprobación o rechazo, si son ellos al fin y al cabo los destinatarios?
En el caso de Bogotá, no son menores los puntos de controversia: el modelo de expansión o urbanización, el alistamiento frente a los efectos del cambio climático, la movilidad y el sistema de transporte que sería de mayor conveniencia, la privatización de empresas, la seguridad ciudadana, la garantía en el acceso a derechos como la salud, el trabajo, la educación, entre otros, están en el centro del debate como quiera que marcarán el destino de la capital en las próximas décadas.
Suenan pues inconsistentes y sobre todo banales los argumentos de quienes ven en que se convoque a una revocatoria una pretensión puramente revanchista o de malos perdedores, o que la reduzcan simplemente a un asunto de formalidades institucionales.
Es una cuestionable lectura del significado y la razón de ser de la democracia y de lo que para un país como Colombia, con muy pobredesarrollo de su cultura política, tienen este tipo de iniciativas. Imposible esperar una sociedad políticamente más cualificada y una democracia más sólida si no se promueve que el ciudadano tome parte en los asuntos que competen al presente y el futuro del territorio en que habita.
Si algo requiere este país es adentrarse en un proceso que lo deshaga de prácticas como la apatía, la desidia o el inmiscuirse en la política, el control y el ejercicio de Gobierno solo a partir de redes e intereses particulares o familiares, que es lo que verdaderamente se ha institucionalizado en el ser, el saber y el quehacer ciudadano; además de la desconfianza en la legalidad y el modo de funcionamiento del Estado. Lo que ahora se llama institucionalidad no es más que una urdimbre de prácticas prohijadas por una tecnocracia cómodamente erigida en el nepotismo, el clientelismo, el amiguismo, el CVY, la ausencia de criterios de meritocracia y un muy pobre desempeño en el ejercicio de la función pública.
A menos que se asuma la institucionalidad como la formalidad de un periodo de gobierno, un sistema de normas y procedimientos que habitualmente no se acogen, planes y programas que no se cumplen y no como virtudes, hitos y significaciones sociales enraizadas en el comportamiento, los hábitos, las costumbres, es decir, en la cultura, la tarea que corresponde es justamente la de institucionalizar un nuevo saber y unas nuevas prácticas en el ejercicio de la política y de la ciudadanía, que se traduzcan en la existencia de un sujeto con criterios para actuar en las decisiones sustantivas de sus territorios.
De manera que no se debe aceptar que se satanice el llamado a la participación ciudadana con el argumento de que es obstaculizar al gobernante y afectar por esa vía el desarrollo de la ciudad. La ciudad tampoco es tal si se desconoce tal vez el principal mecanismo con que cuenta el ciudadano para ejercer su rol político y pronunciarse sobre el ejercicio de gobierno. Es claro que en ésta, como en cualquier democracia, quien ha sido elegido no tiene un poder omnímodo y la medida de su gestión está en cabeza de los gobernados. Es de la esencia de la democracia que el poder del elegido pueda ser puesto en cuestión y confirmado o relevado si así lo consideran los ciudadanos. No hay que olvidar también que en una democracia el gobernante no representa sólo a los que lo eligieron.
El solo llamado a la revocatoria no define nada, hay que dejar que el electorado se pronuncie; es la condición para garantizar efectividad de las leyes, la vigencia de los derechos, el afianzamiento de la institucionalidad, la recreación de la política y la profundización de la democracia. No puede ser que nos cueste tanto valorar y aceptar el uso de mecanismos que por algo fueron previstos en la constitución y que hay que permitir que se desarrollen. No puede ganar la incertidumbre o el miedo del que prefiere lo malo por conocido que lo bueno por conocer.