Sus opositores lo odiaban hasta que lo conocían. Sus ojos azules, inmóviles y profundos como los del tiburón, tenían un poder hipnótico. Heidegger, el Platón de la modernidad, creyó a pie juntillas el renacer de los dioses paganos que prometía el nazismo. Ferdinand Porshe puso a la disposición del dictador toda su maquinaria para crearle al pueblo alemán, y al África Korps, el Volkswagen. Hugo Boss le añadió esa elegancia siniestra que irradiaban los trajes de las S.S. No importa si se era un hombre débil, un filósofo sabio, un poderoso industrial, o genial diseñador: nadie podía resistirse al Fuhrer .
Alemania, devastada por la incontrastable derrota de la Primera Guerra Mundial y humillada por el drástico tratado de Versalles en donde perdió parte de su territorio, necesitaba venganza. Hitler supo contentar el orgullo herido de un pueblo derrotado. Desde su ascensión al poder en 1933, el pueblo alemán pudo darle rienda suelta al antisemitismo ancestral que anidaban. Escucharlo era paralizarse. Ahí estaba ese hombrecito de uno setenta, de rasgos eslavos y pelo negro, proclamando el advenimiento de la supremacía aria. Le creían. Le creían cuando hablaba de la era del crimen, cuando decía que Varsovia después de la guerra sería una ópera inmensa en donde se escucharía una y otra vez, por siempre, el Tristán e Isolda de Wagner, y que demolería Moscú para convertirla en una gran represa. Era el mal y lo amaban.
Su voz chillona era la flauta de Hamelin. Los campesinos de Boyacá escuchaban impávidos, en los viejos radios transoceánicos y sin entender una sola palabra, el discurso enardecido de ese hombre que eyaculaba cuando le hablaba a la masa.
No tenía un gobierno sino una corte cuya única función era tratarlo como un demiurgo. Los hombres que lo rodeaban fueron mostrando su vileza a medida que el fin se acercaba. Goering, el jefe de la fuerza aérea y héroe de guerra, era en 1945 un trasvestido heroinómano que se pasaba las horas en orgías viendo como giraban las espuelas de sus botas. Himmler, el hombre fuerte de las S.S, no era más que un ignorante que creía todavía en los mitos germánicos. Goebbles, glorioso ministro de la propaganda, dejó su notable inteligencia a un lado para matar a sus seis hijos y enterrarse con ellos en las ruinas del Tercer Reich. En manos de estos hombres estaba el destino de Alemania, el país más culto de Europa.
La capacidad de trabajo de Hitler era insuperable. Dormía dos horas al día y escasamente tenía tiempo para desayunar leche y frutas con Eva Braun y acariciar a Blondi, su amado pastor alemán. Claro, con la mezcla de anfetaminas y sueros misteriosos que le inyectaba el Doctor Morell cualquiera duraba despierto un día entero.
Esa solemnidad militarista que exhibía contrastaba con la foto que publicó la revista nazi 'Deutschland Erwache' ('Alemania despierta') el 16 de febrero de 1936, cuando el Tercer Reich vivía su momento de máximo esplendor. Allí Hitler está en pantalón corto y medias hasta las rodillas, viviendo un día de descanso en su casa de campo. Con una sonrisa difícil el dictador mostró su imagen más fresca. Cuando vio la foto publicada enfureció. Por orden de Goebbels la publicación salió de circulación y la foto durmió el sueño de los justos durante 79 años hasta que fue resucitada esta semana por el Daily Mail de Londres.
El oropel nazi terminaría el 30 de abril de 1945 cuando el Fuhrer mordió una cápsula de cianuro y se disparó un tiro en la sien. Con su reinado de 12 años Hitler sepultaría para siempre el concepto de civilización.
