La resurrección de Lorenzo Jaramillo

La resurrección de Lorenzo Jaramillo

La potencia de su talento y la fuerza de sus colores derrotó el olvido. El pintor muerto a los 36 años reaparece con una gran exposición en el Museo Nacional

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julio 03, 2016
La resurrección de Lorenzo Jaramillo

El primer lienzo que usó Lorenzo Jaramillo fue el rostro de su madre: Yolanda Mora. Ella se dejaba. Le divertía ver a su hijo delinearle los ojos, desfigurarla con raros peinados nuevos y transformar a una señora convencional, en una chica extravagante. Yolanda seguía con interés como una sucesión de rostros se iban acumulando en el cuaderno de tareas del colegio Andino de su pequeño de cinco años. Ni en Alemania, país donde nació Lorenzo cuando su padre Jaime Jaramillo Uribe estudiaba historia, ni en Bogotá, el niño habría podido ver esos seres. Le salían de adentro, de su universo interior. Dibujaba aquello que tenía por dentro.

Nunca fue joven, de eso fue testigo Luis Caballero, su compañero de correrías parisinas. A los diez años empezó a hacer amigos entre el círculo de intelectuales que sus padres, -él historiador, ella antropóloga- reunían en su casa.  Pudo entonces conocer y aprender de Antonio Roda;  a los quince pintaba desnudos notables, a los 18 se retiró de la facultad de artes de la Universidad Nacional y un año después entró a la Royal Academy of Arts de Londres pero también se cansó y entonces viajó a París y allí esos demonios que lo habitaban pudieron hablar con toda libertad.

Fueron cinco años intensos. París lo deslumbraba desde siempre. Era una leyenda romántica y bohemia por descubrir. Tuvo que estar allí para confirmar la existencia de esos cafés en donde James Joyce tomaba apuntes para Finnegans Wake; los prostíbulos en donde Van Gogh lavaba sus culpas; los callejones repletos de mierda de gato en donde Satie, como un poseso, escuchaba sus melodías fantasmagóricas; los banquitos en los puentes en donde un asfixiado Marcel Proust se sentaba a pensar en Swan antes de encerrarse definitivamente en su cuarto . Y por supuesto estaban los jóvenes vagabundos que sin pedir mucho lo abrazaban bajo la luz de la luna y los viejos teatros en donde imponentes pantallas  aún mostraban los rostros de sus diosas Louise Brooks, Gloria Swanson, Theda Bara y Clara Bow.

Quería hacer una película porque el cine lo hechizaba, escenografías para teatro, pasear toda una tarde hasta agotarse, moverse constantemente para olvidar que había que pintar. Pintar le dolía, era un esfuerzo que a veces lo superaba. No importaba que fueran divertimentos como la serie Girl crazy overture. Pintar siempre le fue difícil. Para hacerlo aligerar el peso colocaba discos, los Conciertos Brandenburgueses o Psycho killer de Talking Heads. Y así veía cabezas con formas de peras, orgías fantásticas, ángeles insuflados de color, pájaros del alma y combos de desharrapados punks a los que veía como unos pobres chicos londinenses. También descubrió su gusto por los hombres.

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En París, a finales de 1988´y por intermedio de su hermana la actriz Rosario Jaramillo, conoció al cineasta Luis Ospina. De él había visto el documental Andrés Caicedo, unos pocos buenos amigos y compartían el gusto por los filmes de Nicholas Ray, por los western de John Ford, por la furia de Fassbinder. Ni él ni nadie sabía de la enfermedad que cabalgaba silenciosa hasta que viajó a la India a exponer sus trabajos y después de unos meses,  regresó ya herido de muerte: el sida, la epidemia mortal lo acechaba.  El tiempo corría en su contra. Rosario buscó a Luis Ospina, el amigo de tantas horas y le propuso documentar la dolorosa y lenta partida de Lorenzo. Momentos íntimos, brotes de risa en una mezcla de tragedia y fiesta como la vida misma.

Como Wim Wenders en Relámpago sobre el agua, Ospina decide filmar con distancia y respeto, la agonía hasta bordear la ceguera, la postración total, la vida esfumándose y Lorenzo arrancándole los últimos alientos no sólo para disparar esos monólogos teñidos por esa extraña inteligencia y erudición que siempre lo acompañaron sino para apropiarse él mismo del testimonio visual de su recorrido final.  Por eso el título que escogió Ospina para el documental: Nuestra película. En febrero de 1992 Lorenzo Jaramillo murió en su casa paterna de Bogotá a sus 36 años.

De su obra se hicieron dos exposiciones, pero durante veinte años Lorenzo Jaramillo era sólo un fantasma dentro de la historia del arte colombiano. La exposición que acaba de inaugurarse en el Museo Nacional Lorenzo No como los otros confirma que su talento y la fuerza de sus colores estaban hechos para derrotar el olvido. La persistencia y convicción del curador Diego Salcedo Fidalgo, un profesor del departamento de humanidades de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y su hermana Rosario, demostraron que la obra de Lorenzo estaba para ser eterna.

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Desde un pasado remoto, Lorenzo nos habla y todavía le entendemos. Era un adelantado de su tiempo y por eso ha llegado su hora.

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