La corrupción que campea en el Programa de Alimentación Escolar (PAE) es un pequeño muestrario de una extensa cadena de las mafias que se han tomado las finanzas públicas en todas las estructuras del Estado. Por eso me sorprenden las declaraciones del viceministro de Educación Preescolar, Luis Enrique García, en la entrevista de El Tiempo (16-8-2015), cuando dice que la interventoría contratada con la Universidad de Antioquia reportó alrededor de 54.000 mil anomalías en el país. De esas 27.000 mil irregularidades son de tipo técnico que afectan la calidad de la prestación del servicio y la salud de los niños; otras 11.500 relacionados con condiciones inadecuadas de las infraestructuras para preparación de los alimentos; 10.297 de orden administrativo y 4.578 por deficiencias en la gestión social. Estas cifras no cuadran, pero son una síntesis de la descomposición administrativa que corroe a este programa desde hace años. Lo que indica que, antes del alboroto, el ministerio no había hecho nada para frenar la debacle.
De las confesiones del viceministro García se desprende que son irregularidades de vieja data que, si no se destapa, es el plan siniestro de algunos agentes de la corrupción en el Chocó de provocar los daños de los alimentos, porque perdieron sus dádivas. El silencio y las irregularidades habían continuado creciendo y las deficiencias no habían salido a la luz pública. Sin dudas que en otro país tendría que dimitir la ministra.
En el Chocó, donde se originó el escándalo, fue el propio ministerio de Educación quién otorgó a la Diócesis de Istmina los contratos 1510 del 2013 por $9.809 mil millones, el 874 del 2014 por $11.263 millones y ahora ejecuta, el 553 del 4 de marzo de 2015 de jornada única por $ 1. 400 millones en las mismas condiciones que se cuestiona a la empresa Fundación para la Gestión y el Desarrollo Social Colombiano-Fungescol.
Todos aquellos contratos fueron adjudicados a dedo y sin litaciones, en unos procesos amañados y que no garantizaban ni transparencia, ni los principios básicos de selección objetiva en un proceso licitatorio. Sin embargo, el ministerio cuestiona a la Gobernación del Chocó porque adjudicó a Fungescol un contrato por $4.863 millones para solo entregar alimentos por 45 días, en un proceso de licitación con varios proponentes y más transparente.
Lo cuestionable en este nido de corrupción es que a la Diócesis de Istmina le otorgan dichos contratos para ser ejecutados en las mismas instalaciones, las mismas dotaciones de cocinas y los mismos manipuladores de los alimentos que venían desde que ICBF controlaba la administración del programa, con el compromiso de mejorar todo, pero no cumplió.
Por lo tanto, no se comprende que las críticas solo se hacen en contra de Fungescol, mientras se guarda mutismo frente al papel de la Diócesis, que es en el fondo la responsable de las pésimas condiciones locativas y sanitarias donde los niños reciben los alimentos en el Chocó, debido a que no dotó las infraestructuras escolares para tales fines y otras responsabilidades contractuales que tenía que cumplir. Entonces ¿Qué hicieron los dineros destinados para tales fines?
La participación del clero en las irregularidades del PAE en el Chocó es un asunto bastante preocupante, porque la Iglesia Católica era una de las pocas instituciones que permanecía como un faro de honestidad regional, pero su imagen en los últimos años se ha erosionado por la descomposición moral de un grupo de sacerdotes.
Sacerdotes que no solo son cuestionados por su participación en negocios públicos sin escrúpulos éticos, sino que algunos de ellos se dedican a fomentar la pedofilia y la prostitución infantil. Tres hechos están marcado un derrotero reputación nefasta del clero en el Chocó: su papel en los manejos de los dineros de cooperación internacional para las comunidades negras, su cuestionado trabajo en la reconstrucción de Bellavista y su participación en las irregularidades en la administración de los restaurantes escolares.
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