Escribir la columna anterior referida a los hechos de espanto que suceden en el sur del Cauca, despertó molestia en algunas personas. Una de ellas escribió preguntando de qué lado estaba yo y basado en qué hechos había basado mi columna. A la primera pregunta respondo que estoy del lado de la paz, definitivamente. Mi militancia de treinta años en las Farc, en la selva, creo que me confiere autoridad para opinar sobre la guerra y sus nefastas consecuencias.
A la segunda respondo que con base en los comunicados públicos expedidos por las distintas fuerzas en contienda, en la que cada una expresa su versión sobre lo ocurrido. Además de los informes de organizaciones defensoras de derechos humanos en los que se denuncian tales atrocidades. Creo que los radicalismos ideológicos con los que se pretende justificar la barbarie no son más que alaridos. Sin sentido de la ética ninguna causa es justa.
La ética se materializa en los hechos, no en los discursos. Nadie es lo que dice que es, ni lo que piensa que es. Todos somos en cambio lo que hacemos. Es lo que ven los otros, así que debe cuidarse mucho la impresión que se causa con las propias acciones, sobre todo si se espera obtener una reacción favorable, con mayor razón en el campo de la política. Los diferentes grupos armados que insisten en su táctica, desencadenan unos enormes daños y arruinan su propio sueño.
En calidad de invitado y observador tomé parte en estos días, en un interesante conversatorio organizado por el Instituto de Derechos Humanos y Construcción de Paz Alfredo Vásquez Carrizosa de la Pontificia Universidad Javeriana y la Corporación Territorio, Paz y Seguridad, con el apoyo del Programa de Paz y Derechos Humanos de la Embajada de Suiza, en torno a la situación de seguridad que se vive en el sur de Nariño y el norte del Cauca.
No se trataba de un escenario de denuncias en torno a la grave situación que se vive en esas regiones de la costa pacífica, sino de un intento por hallar fórmulas de solución en materia de prevención, protección y seguridad para las poblaciones afectadas, sus líderes sociales y los reincorporados que luchan por sacar adelante su vida allí. Asistían líderes comunales, funcionarios de la gobernación, algunos alcaldes y expertos en el tema regional y de seguridad.
Hubo importantes coincidencias entre los distintos intervinientes. Una de ellas, la de que era cierto que la situación de sus regiones había pasado por varias transformaciones. Del conflicto agudo en el que las Farc fueron protagonistas centrales durante muchos años, tanto en el sur de Nariño como en el norte del Cauca, se había pasado a un periodo envidiable de estabilidad y tranquilidad, como consecuencia de las conversaciones de La Habana y la firma del Acuerdo Final de Paz.
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Fueron entre dos y tres los años de una vida distinta. Hasta que en el 2017 todo comenzó a cambiar para mal
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Fueron entre dos y tres los años de una vida distinta. Hasta que en el 2017 todo comenzó a cambiar para mal. Violaciones de derechos humanos y hechos victimizantes contra la población civil fueron apareciendo y creciendo de modo acelerado, al ritmo como llegaban a las zonas otros grupos armados, viejos movimientos guerrilleros que querían copar los espacios abandonados por los firmantes de paz, y nuevas organizaciones que afirmaban disentir del Acuerdo de Paz.
Desde el 2018 la situación se tornó insoportable. Los hechos violentos adquirieron un carácter atroz, como cuando en Nariño los de un grupo filmaron la salvaje ejecución de los integrantes de un grupo contrario y la difundieron por las redes sociales, dando lugar a que un tiempo después los del grupo contrario reprodujeran el asesinato, filmación y difusión de su venganza por las mismas redes. Se trataba de diseminar el terror en la región, sobre todo entre la población inerme.
En buena parte el resultado de la ola de violencia ha sido el silencio de las comunidades y las propias autoridades locales, sumidas en la inseguridad absoluta. Pese a ello hay un reconocimiento. Si alguna vez hubo esperanza en un nuevo orden de cosas, desde la llegada de Iván Duque a la Presidencia cualquier ilusión se hizo trizas. Se esfumó la sustitución de cultivos ilícitos prevista en el Acuerdo y las soñadas inversiones en desarrollo regional y local se hicieron humo.
El Acuerdo de Paz fue interpretado por el actual gobierno a su antojo. Su paz con legalidad lo pervirtió todo. A cambio creció una conciencia en las comunidades afectadas, en el sentido de que es necesario un cambio político que permita la implementación cabal de lo que se acordó en La Habana, e incluso ir más allá. Empezando por llegar a las comunidades con el Acuerdo, explicárselo y conseguir que se lo apropien. Mejorándolo y completándolo en lo que falte.
Hay más potencialidad transformadora en el Acuerdo de Paz que en esa violencia irracional.