El fallo de la Corte Constitucional que permite a Verónica Botero adoptar los hijos de Ana Leiderman, su pareja, puede tener las aristas que se le quieran buscar, pero sitúa la discusión alrededor de los temas que atañen a la comunidad homosexual, en un lugar impensado hace pocos lustros.
En la cercana década de los ochenta, la Organización Mundial de la Salud incluía la homosexualidad dentro de su listado de enfermedades mentales y la sociedad todavía discutía si debería o no castigarse.
Hoy, pataletas, rebuznos y procuradores de por medio, la discusión se centra en un punto muy lejano: si las familias de padres homosexuales pueden adoptar.
En mi época de escuela —de nuevo los ochenta— pocos calificativos entrañaban un rechazo social tan grande como el de "marihuanero".
Y todavía la generación de mis padres sigue convencida de que fumarse un porro es igual a inyectarse heroína. Y no puedo negar que hay algo en esa candidez que me divierte y me conmueve.
Pero hoy, a pocos años de la bonanza marimbera que disparó la producción de cannabis en Colombia entre los setenta y los ochenta, el tema dejó de ser un tabú, se consolida un fuerte pensamiento colectivo que propende por la legalización del consumo acompañada de educación preventiva y, de la mano de Uruguay, los países de nuestro continente comienzan a pasar de la mojigatería a la discusión sensata.
Antes no se podía hablar de marihuana y hoy el presidente mismo ha planteado la discusión sobre la despenalización.
Hace muy pocos años, esta sociedad que hoy ampara el derecho de las mujeres a la interrupción del embarazo en tres situaciones concretas (en caso de violación, en caso de graves malformaciones o graves problemas de salud del feto y cuando existe peligro para la salud de la madre) solo utilizaba —y de manera unánime— la palabra asesina para referirse a las mujeres que abortaban.
Hoy la discusión alrededor del tema es acalorada, ¡pero hay una discusión y eso en una época muy reciente era francamente impensable!
Al igual que muchos comentaristas e investigadores, he tenido frecuentemente la sensación de que asistimos a un reverdecimiento catastrófico de las posturas medievales.
La religión hace más ruido que nunca, la mayor de las potencias es en la práctica una teocracia, en Oriente Medio oriente florecen movimientos asesinos a la luz de un Islam que desde la oficialidad los rechaza pero que desde sus cimientos los sustenta, se cuestiona la ciencia desde los más impresentables mitos y el oscurantismo campea.
Sin embargo, luego de leer recientemente al profesor británico Anthony Clifford Grayling, es inevitable que me invada una renovada sensación de optimismo.
Grayling sostiene que no estamos asistiendo a un renacimiento de la religión y del conservadurismo sino a todo lo contrario: a la última etapa de su declive.
Fundamenta su afirmación en la existencia de precedentes históricos próximos similares a la actual coyuntura histórica y en un análisis de la naturaleza de la política religiosa contemporánea.
"Cuando una determinada comunidad de intereses sube el volumen, suele tratarse de una reacción a una provocación", escribe. Y presenta el caso de la era victoriana. Un período que recordamos como mojigato, edificante, sembrado sobre las buenas costumbres, la caridad y las misiones de ayuda con los pobres.
Pero si fue así, sostiene Grayling, lo fue precisamente como reacción a la situación contraria que era endémica y asfixiante: la prostitución de menores, el alcoholismo, la delincuencia y la pobreza eran las fichas cotidianas en el paisaje de la Europa victoriana.
Del mismo modo, sostiene, el auge religioso no es más que una reacción a la derrota lenta pero implacable que la modernidad ha infligido al corazón de las creencias no científicas. Y yo quiero creerle.
Sí. El primer plano es desolador: la religión hace ruido y las posturas reaccionarias toman aliento.
Pero si alejamos la mira y vemos el cuadro completo, es inevitable observar que a ningún joven se le puede intimidar hoy con el infierno, que las iglesias no están repletas, que los seminarios sufren sequía de seminaristas, que las mujeres toman anticonceptivos aunque la Iglesia a la que dicen pertenecer se los prohíba, que las comunidades oprimidas por siglos, levantan la cabeza y gana el lugar que los obtusos les negaron siempre.
Que mi amiga Luciana puede decidir sobre su cuerpo.
Que yo me puedo fumar un porro.
Que Ana y Verónica pueden adoptar.
Y cuando constato lo mucho que hemos avanzado, no puedo ser otra cosa que optimista.
No estoy seguro de que veré el momento en que la sociedad entera ponga a la religión en el lugar que se merece: el de una actividad de interés, restringida al ámbito netamente personal, y protegida por el Estado pero no más allá que cualquier otra actividad de interés como los sindicatos o los clubes sociales.
Pero cuando veo la curva de crecimiento de los avances humanistas, me digo ¿y por qué no?