Poner sobre la mesa la realización de reformas estructurales rara vez resulta sencillo. Más difícil aún es proponer una reforma dentro de un conflicto, cuando además la misma afecta directamente a los actores de este. No obstante, los acontecimientos recientes ponen en evidencia una discusión que el país dejó en el tintero durante mucho tiempo: la necesidad de una reforma policial prioritaria.
El paro nacional, iniciado el pasado 28 de abril y que tuvo como detonante la reforma tributaria propuesta por el gobierno nacional y que ha derivado en sucesivas jornadas de movilización que en algunas ocasiones han derivado en confrontaciones entre los manifestantes y la fuerza pública, especialmente con el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad)y en otros actos que han tenido bastante relevancia y difusión en medios de comunicación, hacen patente la urgencia de implementar cambios de fondo en la institución con miras a garantizar que su función constitucional de mantener las condiciones para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, en aras de una convivencia pacífica, se cumpla con arreglo a estándares internacionales en materia de derechos humanos.
Y es justamente desde la naturaleza y misión de la propia policía donde inician las inquietudes. De sobra es sabido que, por las particularidades del conflicto armado colombiano, la Policía Nacional ha tenido que cumplir un rol que excede su caracterización como cuerpo armado de naturaleza civil, en una región en la cual históricamente[1] los cuerpos policiales han sufrido procesos de militarización y adopción de prácticas castrenses, como herramienta para cumplir con las políticas de seguridad y defensa que desde mediados del siglo XX tenían como propósito la contrainsurgencia y que, para el caso colombiano, a pesar de los intentos de desarticulación de las guerrillas, la amenaza persiste en otros grupos armados organizados. En adición, son constantes las críticas respecto de la ubicación de la Policía Nacional dentro de la estructura del Ministerio de Defensa, que riñe con su textual naturaleza civil.
Por otra parte, la confusión que se presenta entre la autoridad civil de funcionarios de elección popular como primera autoridad de policía de su jurisdicción (artículo 315 constitucional) y la cadena de mando dentro de la institución es otra de las aristas que genera polémica frente a la emisión de órdenes y la asunción de responsabilidades, puesto que, si bien la Policía debe responder a la orden impartida por el alcalde a través de la figura de la función de policía como lo señala el artículo 16 de la Ley 1801 de 2016, la norma constitucional entra en conflicto con el propio organigrama institucional de la Policía Nacional, en el cual, bajo los conceptos de jerarquía y mando, las órdenes que debe obedecer cada uniformado, es decir, la actividad de policía, por medio de las cuales se hace material el uso de la fuerza legítima, está reservado a los uniformados atendiendo a la escala de mando, haciendo que la autoridad administrativa encarnada en los alcaldes y gobernadores parezca muy efectiva en los instrumentos jurídicos, pero nula en la práctica.
No obstante, la reforma policial que se reclama debe atender a aspectos estructurales que redunden en una verdadera transformación del cuerpo policial como institución y de una cultura de legalidad y respeto a los derechos humanos por parte de quienes portan el uniforme y no reducirse a aspectos superficiales, dado que se puede correr el riesgo de repetir los yerros cometidos en países como Rusia o Venezuela que emprendieron ambiciosas reformas policiales que finalmente se quedaron cortas frente a los objetivos pretendidos. Así, una reforma policial efectiva debe, como es lógico, contar con la participación de representantes de la propia fuerza, articulados en un diálogo con actores de la sociedad civil, ya que estos son los principales destinatarios de la función policial, para lo cual es relevante reforzar el modelo de policía comunitaria, entendido no como una manera de “limpiar” la debilitada imagen de la institución, sino de prestar un servicio efectivo, brindar seguridad —no solamente una percepción de ella— y acercarse a las necesidades de la comunidad en esta materia.
En igual sentido, urge que la reforma enfatice en la formación en derechos humanos de la que trata el artículo 222 de la constitución, no como un mero requisito, sino como una exigencia para la permanencia de los uniformados en la institución o al momento de definir un ascenso y que permita reconocer a la institución como un garante de derechos, elemento connatural a su función. Esta situación, ligada a mecanismos de selección de personal más rigurosos, especialmente enfocados desde las competencias psicotécnicas, evaluaciones de desempeño regulares que certifiquen la aptitud para el desempeño de la función y de una actividad considerada peligrosa desde el derecho, como lo es el porte de armas. Asimismo, replantear el armamento menos letal y las prácticas disuasivas utilizadas en el marco de la protesta social. Por último, en consonancia con líneas anteriores, adscribir la Policía Nacional al Ministerio del Interior, en atención a que es una de las pocas policías del mundo que aún pertenece al Ministerio de Defensa.
Lo anterior, en pro de evitar la continuidad de la militarización de la Policía Nacional, la recuperación gradual de su naturaleza civil, la construcción de un imaginario distinto hacia el uniformado, que a su vez permita a este un actuar reflexivo y no simplemente como ejecutor de órdenes superiores.
[1] Cruz Rodríguez, E. (2015). El derecho a la protesta social en Colombia. Pensamiento Jurídico, (42), Pág. 60.