La receta colombiana de seguridad nacional
Opinión

La receta colombiana de seguridad nacional

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febrero 17, 2014
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Aun suponiendo que pudiera patentarse la política de seguridad colombiana, su uso no es universal. No hay recetas universales y menos en el campo de las funciones represivas del estado de derecho que ejercen en cada nación jueces y tribunales; policías y cuerpos de inteligencia y, en aquellos que adoptan la doctrina del enemigo interno, hasta los mismos ejércitos. Todo eso, campos y burocracias, aunque se transformen permanentemente, forman tradiciones de prácticas y tradiciones de discurso. En Colombia esas tradiciones provienen de una matriz anticomunista de la guerra fría; la participación del ejército en la Guerra de Corea, bajo banderas de Naciones Unidas y mandos operativos estadounidenses, dejó una poderosa huella, aún visible. La idea del enemigo comunista puede rastrearse en la masacre de las bananeras que comenzó aquel 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga.

La oficialidad del ejército colombiano ha interiorizado el modelo militar de Estados Unidos y trata de aplicarlo a lo largo y ancho del territorio en la medida de los recursos disponibles. Ahí reside su modernidad. El ejército mexicano y en general la política de seguridad tienen una tradición que no acepta de entrada la idea medular del enemigo interno. De un lado, por la impronta misma de la Revolución y, del otro, por esa verdadera excepcionalidad diplomática: contra el mandato de la OEA México no rompió relaciones con Cuba. A cambio, los cubanos no propiciaron guerrillas, aparte de que la izquierda mexicana se decantó abrumadoramente contra la lucha armada.

La tradición federalista de México y la historia de las intervenciones extranjeras impiden que el ejército desempeñe el “suave” papel de policía interno. En Colombia el actual ejército apareció a comienzos del siglo XX como policía electoral, tesis sólida que postuló Patricia Pinzón, y entra al siglo XXI como policía antidrogas y contraguerrillas. Por esto en la serie de tonterías chauvinistas que se predican desde Colombia sobre México no se reconoce que, excepto en esa insensatez oportunista de Felipe Calderón, los presidentes mexicanos respetan que el ejército no aplique toda su fuerza en el interior del país. Viene al caso la situación que atraviesa Michoacán en que el ejército interviene para desarmar las corruptas y copadas policías municipales que operaban bajo control de los Caballeros Templarios.

No obstante, el problema de fondo es cómo hacer compatible la tradición federalista de la República Mexicana con una policía eficiente que pueda enfrentar exitosamente bandas criminales como las que dominan y extorsionan en territorios michoacanos, particularmente lo que se llama “la tierra caliente”.

Es claro que los Templarios no están derrotados; emprenden una retirada táctica ante el embate combinado de unas Autodefensas heterogéneas, aparentemente unidas, y una renovada Policía Federal que es la respuesta armada del estado central. El ejército muestra su fuerza, no la ejerce; así disuade. Más de fondo, la tierra caliente de Michoacán es de los pocos lugares sobre los cuales se pueden trazar paralelos colombianos. Zona bravía de frontera interior, ha conocido una bonanza económica extraordinaria: minería en la cadena ilegal-legal que conocemos tan bien en Colombia; la consolidación de Lázaro Cárdenas como el gran puerto mexicano en el Pacífico; el boom del limón y el aguacate en tierras que nada tienen que ver con el latifundio colombiano y mucho con tradiciones de reparto agrario y ejido; producción industrial de drogas sintéticas gracias a la ventaja geográfica: dos de los tres grandes productores mundiales de los precursores están al otro lado del Pacífico: China y Japón.

Las organizaciones criminales de la droga usaron su infraestructura para extorsionar y sacar ventaja de la prosperidad minera, agrícola y ganadera. Ofrecieron protección y en la faena se trenzaron en luchas de control; coparon administraciones municipales y crecieron bajo un piso de caciquismos que empezaron a desvertebrarse cuando el país se acercó a un sistema electoral competitivo, hacia la década de 1980. Al mismo tiempo, el ogro filantrópico, el estado priista, se iba desinflando y fue abandonando muchas de sus funciones de redistribución populista.

La situación  es fluida; el estado central enfrenta pragmáticamente, no ideológicamente, como Calderón, una guerra en que hay que minimizar y controlar los daños de todo tipo, en particular los inesperados. Ante este cuadro nada más inapropiado que la arrogancia pontifical desde una Colombia que hoy día duplica, por lo menos, a México en tasas comparables de homicidios intencionales.

El breve episodio mexicano del general Naranjo es diciente. Entró a la escena con bombos y platillos cuando el candidato del PRI necesitaba amainar la tormenta de señalamientos de narcotráfico a altos mandos de su partido; un giño a Washington. Se fue discretamente por pedido especial del presidente Santos. En buena hora porque ante la suspicacia de la opinión frente a las Autodefensas michoacanas, desde cuarteles de la izquierda fue señalado sin fundamento alguno de “autor” del modelo colombiano de paramilitares.

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