La luna, bien pagana que es, es la fijadora de fechas para las celebraciones con carácter místico religioso. El equinoccio de marzo, o el Sol de primavera, o el día igual a la noche, o el Sol encima del ecuador terrestre combinado con la Luna llena inmediatamente siguiente a este evento pagano marcan el inicio de la cuaresma. Cuaresma es sinónimo de incendio sin humo, de humo hecho pecado, de pecado hecho ceniza.
Así es la cosa. Todo un año de holgorio. Todo un año de fiesta y lujuria. Todo un año arropado de vicio en el catre desbordado por el horror del pecado. Faltaba más. Hay que purificar tanta depravación. Hay que volver al redil. Nada mejor que el arrepentimiento frente a la hoguera donde se ofrenda a las llamas tanta maldad y se la transforma en ceniza.
Sin cantar el Gloria. Sin coros gritando Aleluya. Se reblandece la ceniza con agua bendita. Con esta mezcla comentable a cada pecador purificado se lo señala marcándole una cruz en el centro de la frente. Ahora vuelve a ser hijo puro. Está en el redil. Debe flagelarse en adelante al menos una vez al día por cuarenta días en señal de arrepentimiento. Arranca la hazaña.
Son como seis semanas, sin contar los domingos (hay que redoblar los azotes) si no está mal la cuenta que durará el arrepentimiento. Los más avezados, los que más gusto le sacan a esta forma huracanada de vivir la vida, madrugan a aguantar hambre durante todo el día. Rezan unos mantras larguísimos, repetidísimos y alucinados que ayudan a olvidar el acoso bestial de la gula. Los que más experiencia tienen dicen que es muy puto aguantar cuarenta días a palo seco. Dicen que es más fácil y menos angustioso soportar otros cuarenta días de diluvio. Otros prefieren remplazarlo por una travesía de cuarenta años sin agua por el desierto de la Tatacoa. Los más valientes, no tan verracos como a los que les gusta la flagelación, dicen que aceptarían venderse como esclavos o momias por cuatrocientos años a los egipcios modernos. Es fácil pues entender porque la cuaresma y la ceniza crea tanta confusión y deserción de las filas autoflagenates. En condiciones normales todo este dramático proceso de arrepentimiento debe terminar, si es que se llega vivo y no se les ha borrado la ceniza del centro de la frente, el día de la ultima cena, el del lavatorio del mugre y los malos olores de los pies, el día en que el hambre y su desespero hace encarcelar sus pacientes. El día de la rumba. Jueves.
Claro que ese salto tan largo en el tiempo y tan alto en exigencias no lo da cualquiera sin correr el riesgo de una caída brusca, muy brusca… Tan brusca que puede provocar la muerte inmediata por desmembración si no se tiene extremo cuidado con la recaída. Es necesario amortiguarla. Esa es la razón por la que a todos los que han emprendido semejante hazaña, antes de recaer los agarran durísimo con la mano del dolor y los aterrizan y entonces les cuentan cómo es la rutina de caída para que no se mueran antes de tiempo. Les dicen que de manera determinante no pueden volver a comer carne animal ni mucho menos untarse ni refregarse con carne humana. Para morir bien todo menos flagelarse queda prohibido.
Fuera del peligro eminente de una recaída mortal los que emprendieron la hazaña se encuentran serenos en manos de la tranquilidad. El dolor empieza a pasar y la flagelación a ser menos intensa tan pronto les avisan que en dos días, llueva truene y relampaguee, podrán participar gritando en una marcha de protesta contra el hambre y la falta de rumba que los llevara hasta el centro de la ciudad. Todos están de acuerdo en que el hambre y el pecado ni son vicio ni mucho menos pecado. Todos quieren entrar a la plaza gritando que esa es su forma de vida, que sin colmarlas a plenitud no hay libertad, mucho menos vida. Dicen que se harán matar si es el caso. No hay uno solo que no esté mirando, como si estuvieran deseando comerlo vivo, un burro que pasta en un potrero al lado de la pista donde todos aterrizan sin dolor pero con mucho hambre.
Es tanto el afán por ir a gritar a la plaza y tantas las palmas taladas que la policía se molesta y amenaza con prohibir la marcha. Pese al tumulto, la gritería, el mal olor, el hambre y las ganas de recaer, el burro a puro pelo y sin apero alguno se mantiene sobre sus cuatro patas sin herrar al frente de la marcha. Todos van atrás de él. Las orejas, que ni oyen ni quieren entender nada de lo que está pasando, las tiene quietas, tiesas, muy paradas. El burro es como los burros de la costa atlántica: gruñón, terco y arrecho. Un burro gris, joven.
Ni llovió ni tronó ni cayeron rayos ni mucho menos centellas, pero sí hizo mucho calor. Gracias a la tala de palmas de cera no hubo una catástrofe. Los flagelantes hambrientos y mamados las usaron como paraguas inteligentes. La policía se calmó. El drama dejó de ser el cuero filudo del flagelo: lo remplazó el azote punzante de la sed. La sed es cosa verraca, susurraban todos debajo de las hojas de palma. Nadie tenía manguera. Los pozos están lejos. La policía no hallaba que hacer. Fue entonces cuando el burro los sorprendió en silencio. Serio, bien asentado en sus cascos traseros, con sus dos pezuñas delanteras escarbó una y otra vez en el arenal del centro de la plaza hasta que pufff… puffff… saltó un chorrito claro de agua de acentuado olor arenoso, como si fuera el chorro de agua sucia de la fuente mayor de otra plaza cualquiera. Desapareció el flagelo de la sed y arrancó la gritería en contra del hambre… Como era domingo por la mañana había mercado.
Despelote total. Unos gritaban durísimo contra el hambre. Otros vociferaban que querían levantar la veda de pecado. En la plaza, que era como una extensión del atrio del templo, había carne fresca, carne vieja y curada. Ovejas vivas haciendo fila en medio de bramidos aterrados por el pánico del cuchillo matarife. Palomas asustadas volando en medio de un reguero de rila. Plata y monedas y güevonadas de todas partes del mundo rebosando las mesas. No había marranos pero sí muchos camellos sin giba. Perros y burros sarnosos amarrados del hambre y la esclavitud. Incienso, mirra, pimienta, romero… y un olor fulminante a miaus y mierda humana revuelta con todo y tan hediondo que empezó a irritar primero y después a poner puto al que estaba al lado del burro tomando agua. La policía tuvo que disolver la marcha a garrote. Se acabó el domingo. La plaza quedó arropada por un verde marchito de palma. Muchos quedaron atrapados por el torbellino de rumba del templo.