Contagiarse con COVID-19 es casi inevitable, algo que ya conocemos pero inconscientemente hemos distraído con antibacterial, guantes y tapabocas; tal vez para no cambiar esa zona de confort de cuatro paredes por el pánico de enfrentarse a un virus silencioso que ha causado estragos en los cinco continentes.
Si bien el contagio masivo de la población es algo que puede retardarse, estrategia que Colombia y la mayoría de Estados aplicaron mientras intentaban aumentar infructuosamente su capacidad logística sanitaria, esta semana la OMS anunció que el epicentro actual de la pandemia era Latinoamérica, sin que a la fecha exista certeza en las importaciones del material médico y biológico contratado desde marzo.
Con eso claro, la mayor apertura gradual de la economía que da inicio este 1 de junio significa que el gobierno es consciente de la incapacidad de evitar el colapso los servicios de salud (previsto por expertos para esta semana en algunas de las principales capitales); la necesidad de mover la economía para garantizar el recaudo de los bancos (que reactivan cobros crediticios el próximo 15 de junio); y, tal vez lo más inquietante, que distintos sectores obreros, económicos y sociales se están organizando y levantando frente a las medidas de control social (motivados por la insoportable ausencia de recursos, propia de uno de los países más desiguales de mundo).
Todo lo anterior explicaría la razón de por qué nos enviaron a cuarentena el 25 de marzo con solo 470 infectados y 1 fallecido. También, por qué hoy, 66 días después, con cifras alarmantes (más de 29.383 casos positivos, 939 muertos y un nuevo récord diario de 43 fallecidos), nos piden volver a la normalidad en la mayoría del territorio, mientras las pautas publicitarias contratadas por el Estado en los medios pretenden responsabilizarnos de llevar el virus a nuestros hogares. De hecho, con ese temor a cuestas, muchos lo haremos para intentar salvar nuestras economías, pero conscientes de que no seremos los responsables de la hecatombe que se avecina.