Hasta el momento, como sociedad, no sabemos si el multiculturalismo como política de estado sirve para combatir el racismo. En el fondo, hay un elemento en este discurso que hace estéril la lucha de los negros: está basado en términos de identidad y no en términos de raza.
Por eso es políticamente correcto hablar de comunidades negras o afrocolombianas (ese es el lenguaje de la Corte Constitucional) y no lo es decir negro. A las minorías étnicas se les reconocieron unos derechos especiales en virtud de su origen y cosmovisión propios, no por que el color de la piel sea relevante. De no ser así, al entender de muchos, se estaría aceptando la existencia de las razas, un concepto que incomoda a muchos por su alto contenido anti-liberal, que además fue desechado por el consenso científico desde el siglo pasado.
Pero resulta que hablar de raza no es lo mismo que ser racista, sino todo lo contrario. Como concepto sociológico nos ayuda a reconocer que en Colombia y América Latina sí existe una desigualdad estructural expresada en términos de raza, tal como se ha reconocido en los Estados Unidos. En Colombia olvidamos la raza y nos acostumbramos a explicar el hecho de que en el Pacífico los índices de pobreza y pobreza extrema no mejoran cuando sí mejora la economía nacional por la debilidad institucional o la complejidad del territorio, cuando la realidad es otra.
Las políticas multiculturales, que en gran medida son acciones afirmativas para corregir injusticias históricas, se quedan cortas al reconocer los usos y costumbres de distintos grupos humanos sin arrojar luz sobre el problema que se esconde al fondo: el racismo económico y de otros tipos. Ni la Ley 70 del 93, que reconoce los derechos de las comunidades negras, ni la constitución, ni la jurisprudencia dicen que la raza es un criterio para definir las acciones que corregirán las injusticias.
Desde hace años hacen falta los argumentos constitucionales que ayuden a los negros del Pacífico a vivir con dignidad. Hablo más del Pacífico porque, con pocas excepciones como San Basilio de Palenque, a esta región limitó la ley 70 el derecho a la propiedad colectiva en manos de comunidades negras, dada la homogeneidad cultural existente.
Ni ahora, cuando el boom de la minería amenaza con destruir el equilibrio ecológico de este enclave mundial de biodiversidad, el gobierno o el congreso prestan atención a las propuestas de formalización minera que les han hecho llegar los negros. Para ellos, la política minera es una y para todo el territorio nacional, aun cuando se ha demostrado que la minería artesanal –y aun la que usa de cierta forma la retroexcavadora– está ligada a la identidad negra del Pacífico.
Un escenario distinto se alza si la política minera se construye con un enfoque diferencial para los afro, que respetara sus formas tradicionales de hacer minería sin exigirles requisitos insalvables para obtener un título minero o una licencia ambiental, y que además estuviera concebida como una acción afirmativa para reparar la marginalización del progreso económico que han sufrido los negros por ser negros. Ya se sabe que eso no es lo que está en el proyecto de decreto sobre clasificación de la minería que está en trámite: ojalá que la Corte Constitucional, que ya estuvo en el Atrato y vio la degradación y la urgencia de la situación, logre esgrimir los argumentos para darle mayor fuerza a la política del multiculturalismo.