Para los migrantes y refugiados latinoamericanos, irse a “hacer las Europas”, como se diría en España, tenía más glamour que irse a los Estados Unidos. La torre Eiffel tenía más prestigio que Mickey Mouse, pero solo era prestigio. Claro, esta idea ha sido fuertemente alimentada por los que, de alguna manera, les tocó Europa de destino, como en una especie de justificación a posteriori.
Europa no solo ofrecía, a los ojos del inmigrante promedio, un puesto de trabajo sino que al inmigrante, digamos, más cualificado, prometía un sueño de modernidad, de derechos y de posibilidades académicas tentadoras. París sonaba más artística que nueva York, Roma sonaba más histórica, y Berlín sonaba más filosófica que California
La Europa de la persecución de minorías (judías y gitanas, por ejemplo) se reducía a un recuerdo molesto; las desigualdades eran percibidas como marginales y el crecimiento económico bajo el signo dela nueva moneda, el Euro, un sueño del que valía la pena participar. Esta descripción prevalecía entre los numerosos inmigrantes que encontré en mis once años viviendo en diferentes países de Europa. Pero todo era una quimera.
Vale aquí aclarar que la palabra quimera tiene dos acepciones: engaño y monstruo, y ambas aplican para Europa. Tanto crisis económica interna de Europa como las guerras de África y Oriente Medio ayudaron a retirar el velo de la quimera europea, en su acepción de engaño.
Ni Europa mantuvo su promesa de Estado social (véase los casos de Portugal, España y Grecia), ni Europa se comportó frente a guerras en otras regiones desde su discurso cacareado de los derechos humanos: en Sahara Occidental lo importante era el fosfato y en Somalia los bancos de pesca.
La crisis de migrantes da paso a la otra acepción: un monstruo de varias cabezas que vomita llamas, una especie de Frankenstein compuesto por partes de animales; la solidaridad europea y los valores universales eran solo para los de casa y no para los recién llegados, incluso los hijos de los recién llegados, la segunda generación de inmigrantes, no logra un puesto decente ni en el mercado laboral y mucho menos en la sociedad.
Además, Europa es una palabra hueca pues, como diría Nietzsche, la unidad del nombre no garantiza la unidad de la cosa; un caleidoscopio de sueños que todavía está atado a la idea de Estado y a desarrollos locales más que regionales. Así, poco tiene que ver la Europa petrolera de los noruegos con la rural de Portugal, la desempleada de España con la (todavía) estable de Dinamarca, la católica Andalucía con la calvinista Suiza o la protestante Holanda, la Suecia que da la bienvenida a los refugiados con la xenófoba Hungría.
Pero además de las diferencias culturales, hay una Europa que cobra y otra que no puede pagar: Alemania y Grecia son el mejor ejemplo. La fraternidad de la consigna francesa no existe: de allí echaron a los rumanos no por ser gitanos sino por ser pobres.
Para los europeos los pocos y pobres migrantes
que llegan a sus costas
son más peligrosos que el capital financiero que los devora
Europa no se conduele de sus propias periferias y menos se atreve a mirar un poco más allá, como debiera. La guerra de Libia, el genocidio de Darfur, la hambruna de Somalia, el conflicto de Siria, simplemente no cuentan y la xenofobia crece al ritmo de la crisis y del miedo alimentado por una derecha que no duda en promover actos violentos contra los refugiados que logran entrar a Europa.
La xenofobia y el nacionalismo van a la alza, para los europeos los pocos y pobres migrantes que llegan a sus costas son más peligrosos que el capital financiero que los devora. Y los bancos, los verdaderos dueños de la única certeza europea, el Euro, son la quimera perfecta: mitad engaño y mitad monstruo.
En los noticieros vemos el naufragar de cayucos y pateras en las costas mediterráneas ante la indolencia de las autoridades europeas. Pero lo que se hunde no son solo las pateras de inmigrantes llegando desde el sur, y lo que se congela no son solo los inmigrantes que sin papeles tratan de llegar a Europa ocultos en carros, desde el oriente, sino la promesa de bienestar. Lo que hace agua es Europa de los derechos, que queda ahora entre dos quimeras: la del engaño y la que escupe fuego.
@DeCurreaLugo