El penoso espectáculo ofrecido por el gobierno de Gustavo Petro, con el presidente del “cambio” a la cabeza, para amangualarse con todos los partidos políticos, Centro Democrático, partido de la U, partido Liberal y Conservador, partido Verde y el Pacto Histórico, contadas excepciones, para elegir un contralor de bolsillo que les permita seguir robándose al país es la confirmación que la corrupción no tiene ideología ni color político, es decir, ‘cambiamos para que todo siga igual’.
Tras más de un mes en el exilio temporal al que me enviaron los violentos, y luego de largas conversaciones con defensores de derechos humanos y activistas de izquierda he llegado a la conclusión que el mundo, y Colombia en particular, necesitan superar la dicotomía entre izquierda y derecha, ya que sin importar los ropajes ideológicos y las etiquetas la verdad se impone como argumento incontrovertible.
Los males de la humanidad han sido históricamente responsabilidad de políticos y líderes de ambos extremos, una situación que se repite una y otra vez, mientras sus seguidores muestran “los dientes” para defenderlos sin entender a ciencia cierta conceptos o ideas a las que adhieren movidos por la simple emoción y por narrativas y relatos construidos para indignar.
En las largas disertaciones con abogados, arqueólogos, antropólogos, psicólogos y un largo etcétera de activistas he sostenido que la violencia, el terror y los crímenes de lesa humanidad deben ser condenados por igual, un rasero que también se debe aplicar a las trapisondas y corruptelas en el ejercicio de lo público, ya que no debe haber derecho supremo o causa justa que los justifique.
También he expresado que un político corrupto es corrupto sin importar si es de izquierda o de derecha, y que no se puede esgrimir ningún argumento para defender las prácticas que condenamos en el otro, pero que con increíble ternura, ignorancia o cinismo validamos en quienes comparten nuestra propia ideología.
La legalidad, la autoridad y sobre todo la justicia, así en mayúsculas, son pilares fundamentales de la convivencia en sociedad y de la democracia, cualquier distorsión de estos conceptos son el caldo de cultivo para la corrupción, la anarquía y el caos, síntomas que emergen como consecuencia y causa de la injusticia haciendo metástasis hasta convertirse en un “cáncer” casi imposible de extirpar.
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En la tremenda encrucijada que vive hoy Colombia, con una polarización lejos de superarse, pese a los verborreicos discursos de reconciliación y brazos tendidos, hay que replantear que esa narrativa de buenos y malos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, empleadores y explotados, es solo parte del relato para alinearnos en uno de los bandos, mientras los regímenes que detentan el poder continúan haciendo de las suyas para saciar sus intereses personales.
Legalidad, Autoridad y Justicia, todas en mayúsculas, es lo que reclama nuestra nación, pero no solo de líderes, políticos, empresarios, el clero y fuerzas militares, sino sobre todo del grueso de la población, ciudadanos que reclaman un mundo mejor mientras se comportan como unos orates en el planeta de los simios, llevando al país hacia la profundización de la pobreza, la desesperanza y su propia destrucción.
Como colofón de nuestra triste, y muchas veces absurda realidad, queda la imagen del ciudadano que sorprendido colándose en el sistema de transporte Transmilenio en Bogotá por las cámaras de City TV, esgrimió un billete de $50.000 para ufanarse de que tenía con qué pagar, pero que, “lo que pasa es que a uno, papaya que le dan papaya partida”.
Los humanistas románticos saldrán a justificar su cuestionable actitud en la falta de conciencia producto de una deficiente educación y cultura, cuando en realidad lo hace porque en el fondo sabe que no hay Autoridad que lo conmine a cumplir las normas ni Justicia que lo juzgue por no hacerlo, y en nuestro nuevo relato nacional, una inmensa mayoría de ciudadanos ya le otorgó el “perdón social”.