En momentos tan críticos como este, donde jóvenes y líderes sociales a lo largo del país han muerto por un Estado indiferente, es primordial afirmar hasta el cansancio lo que para muchos ciudadanos y políticos de bien es una vil mentira: la protesta es un derecho y es esencial en una democracia.
Podemos definir la protesta social como una forma de acción colectiva que poseen los ciudadanos para presionar al gobierno de turno en la escucha de sus demandas y su cumplimiento (Neira, 1995). Trasladándolo al contexto nacional, la protesta se ha caracterizado por ser un acto contestatario al ser un desafío a una normalidad que diariamente pisotea la dignidad de muchos colombianos que padecen los atropellos de un establecimiento opresor. Así pues, durante las movilizaciones del paro nacional de 2021, el sello solemne del gobierno ha sido la represión y la criminalización del derecho a protestar. Ciertamente, la reacción del gobierno Duque frente a las movilizaciones ocurridas desde el pasado 28 de abril demuestran la estrategia oficial de estigmatización el cual emplea como figuras estrella las fuerzas armadas y el discurso sobre el “enemigo interno” que nos acecha. Así, nuestro sistema político nos demuestra una vez más su prisa por salvarse a sí mismo y su incapacidad para salvaguardar el bienestar de una población civil atormentada por su ineptitud.
Centrándonos en las fuerzas armadas como pilar de la acción estatal, es posible observar que dentro de esta institución existe una visión sesgada de la protesta que le otorga mayor relevancia a los hechos de violencia como la acción única y absoluta de las movilizaciones sociales (Neira, 1995). De igual manera, desde su formación ha persistido un discurso que criminaliza la protesta, siendo un derecho, y que contempla a sus actores como parte de un plan maestro de la insurgencia para destruir la democracia. Este discurso convierte a los representantes de las marchas y la protesta como un “enemigo interno” que debe ser reprimido a como dé lugar. Debido a esta visión intimidante proveniente de las doctrinas y políticas contrainsurgentes integradas en el país, actores oficiales como el Ejército y la Policía han tomado un discurso que estigmatiza la crítica y el disenso al ser fundamentales para un efectivo control político que estos desean evitar (Rodríguez, 2015).
Por otro lado, es preocupante encontrar que, al sol de hoy, los prejuicios de la protesta están altamente interiorizados dentro de algunos sectores de la población colombiana. Un gran número de personas alrededor del país, comúnmente llamadas “gente de bien”, se han armado y han empleado violencia desmedida para detener a quienes se movilizan al verlos como un riesgo para el orden público. La “gente de bien” representa a una población privilegiada que se alimenta de la desigualdad social y económica que recurren y apoyan las estrategias de guerra como la única solución para darle fin a las protestas en vez de la negociación y el diálogo. El caso más emblemático tuvo lugar el pasado 9 de mayo en la ciudad de Cali con el enfrentamiento entre los habitantes de la comuna 22 y la Minga Indígena. Sin embargo, en lo corrido de este paro, desafortunadamente se han presentado más escenarios como estos en donde civiles se comportan como grupos paramilitares a los cuales los protege la misma fuerza pública, lo cual sí representa un riesgo para el orden público, una violación a nuestra constitución y una cachetada a la no repetición de los horrores que nos ha dejado el conflicto armado.
En el interior de una democracia no se puede justificar la violencia desproporcionada por parte de las fuerzas armadas y la deshumanización de las víctimas al llamarlos vándalos, guerrilleros o terroristas. Ya es hora de aceptar que la protesta social recoge significados de resistencia, inclusión y participación, puesto que su fin es crear un cambio positivo en el escenario político colombiano. Además, quienes han salido a protestar se encuentran en una búsqueda necesaria y desesperada por un medio en el cual expresar libremente su descontento. Así pues, el primer paso para desescalar este conflicto será respetar el derecho a la vida y la dignidad de quienes se movilizan para acabar de una vez por todas el discurso que los exhibe erróneamente como una amenaza que "lidera" el proyecto insurgente (Rodríguez, 2016). Así pues, algo que debe quedar claro es que los colombianos que salen a protestar no son simples marionetas manipuladas por la mano oscura de la guerrilla. Y esto muchos actores políticos de derecha no lo aceptan para legitimar su argumento de que la protesta es un peligro para el pueblo. Cada ciudadano tiene demandas comunes e individuales que necesitan desesperadamente la atención y verdadera preocupación por el Estado. Por tanto, es imperante que Duque tome en serio su obligación de escuchar a los colombianos que han sido históricamente excluidos.
Referencias
Neira, M. A. (1995). Protestas sociales en Colombia 1946-1958. Historia Crítica, 63-78.
Rodríguez, E. C. (2015). El derecho a la protesta social en Colombia. Pensamiento Jurídico, 47-69.
Rodríguez, E. C. (2016). El ciclo de protesta 2010-2016 en Colombia. Una explicación. Jurídicas CUC, 31-62.