Tímida, sentada en la última fila de uno de los salones del Colegio Distrital La Arabia en Ciudad Bolívar, la pequeña Isigra le da los últimos retoques a un colorido dibujo en el que cada árbol y animal selvático tiene su nombre en dos idiomas.
Está en clase de español, pero no en la típica clase que tomaría una niña de 10 años como ella. Aunque Isigra es tan colombiana como cualquiera, el español no es su primera lengua. De hecho, hasta hace algunos meses no lo hablaba. Al fin y al cabo en su hogar, del que tuvo que salir desterrada por la violencia antes de llegar a Bogotá, todos se comunican en wounaan meu, una de las lenguas indígenas que subsisten en el Chocó.
Ahora, aunque todavía añora su casa a orillas del imponente río San Juan, no solo está feliz aprendiendo español en el colegio sino que además se ha convertido en una especie de maestra para algunos de sus compañeros mestizos que ven con interés su cultura indígena y quieren aprender más de ella y de su idioma.
No muy lejos de allí, en un aula del colegio Federico García Lorca de Usme, rodeada de carteleras multicolor en inglés, encontramos a Olga. Aunque nació a miles de kilómetros de las selvas chocoanas, a esta jovial ecologista ucraniana son muchas las cosas que la unen con Isigra: ambas son nuevas en Bogotá. Al llegar no hablaban español, un colegio distrital les abrió las puertas, y aprovechando que los estudiantes quieren saber sobre su cultura, ambas se sienten tanto estudiantes como maestras.
Porque Olga, aunque conocida en todo el barrio como la profe de inglés, está convencida de que le ha enseñado tanto a las niñas y niños del colegio como lo que ha aprendido de ellos y de la comunidad de Usme. Desde hablar español hasta reconocer una pitaya, pasando por lo que es vivir en un barrio humilde como los muchos que hay en su natal Úzhgorod, pero que nunca se atrevió a conocer.
El impacto ha sido tal que incluso está considerando aplazar sus sueños de recorrer el mundo con Greenpeace y así poder quedarse un tiempo más enseñando inglés en los barrios populares de la ciudad como una forma de ayudar a cerrar las brechas sociales que encontró.
Conocer el mundo es también el sueño de Mónica, estudiante del colegio Nueva Colombia de Suba. Esta alegre y conversadora adolescente tiene perfectamente claro que “si uno quiere viajar no puede saber tan solo inglés y español” -como afirma con su inconfundible acento bogotano-, convencimiento que la ha llevado a elegir el francés como opción de segunda lengua en su colegio.
Mientras practica lo aprendido tarareando la pegajosa Je Veux de l'amour, de la joie, de la bonne humeur, reconoce lo afortunada que es por tener de maestro a Jean Pierre Ntezilyayo, un belga que, además de tener como primera lengua el francés, ha vivido en países tan variados como Rusia, Canadá y diferentes lugares de África, por lo que Mónica no sóoo encuentra en él a un profesor de idiomas, sino además a un potencial guía de viajes que la puede acercar a cumplir su sueño.
Tres idiomas, tres testimonios y tres realidades que se entrecruzan en los colegios públicos de Bogotá, en donde se ha promovido el bilingüismo a través de la Jornada Completa. Pero no uno tradicional, sino uno en el que a las niñas y los niños se les enseña una nueva lengua a través de una metodología que no cree en la repetición incansable y en las aburridas planas como estrategia pedagógica, sino que entiende que un estudiante aprende mejor otro idioma si se “sumerge” en él a través de la experiencia, el juego y el arte, teniendo a profesores extranjeros como sus principales guías. Este es el espíritu de las llamadas Aulas de Inmersión.
Muchos se preguntan si funcionan. Para responder no hace falta sino echarle un vistazo al presente de la pequeña y tímida Isigra o a cualquiera de sus 36 compañeritos wounaan matriculados en el colegio La Arabia. Cada uno de ellos, como muchos indígenas desplazados que llegan a Bogotá, parecían condenados a la desescolarización por cuenta de la brecha del idioma. El Aula de Inmersión permitió que la historia diera un afortunado giro y ahora ellos están aprendiendo español, se están nivelando en las demás materias, han logrado crear vínculos de amistad y colaboración con el resto de compañeros y familias sin perder su identidad, y han acercado su cultura ancestral a la población bogotana.
También para estudiantes que crecieron en Bogotá, como Mónica, los beneficios saltan a la vista. Como lo dice Polina Pal, nacida en la India y actualmente profesora de inglés en el colegio Villemar de Fontibón, “Estoy segura de que aun si no hablan perfecto al final del proyecto, al menos van a entender los conceptos básicos que no sabían antes. Algo que tenemos que darles es la motivación; el sueño de que tú puedes hacerlo”.
De las capitales grandes y cosmopolitas se suele decir que son una suerte de Torre de Babel modernas. Bogotá ha demostrado que se puede ir mucho más allá y que la pluralidad idiomática, lejos de ser sinónimo de caos como en la historia bíblica, puede servir para crear espacios de intercambio cultural y de inclusión tan necesarios como innovadores.
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