Hay un fenómeno mediático y literario de moda en Colombia: La onda retro, en libros como el de Felipe Mercado llamado Se llamaban los Billis de Unicentro (qué buen libro) o Por culpa de los Ramones de Manuel Carreño (qué mal libro) en los que cuentan la Bogotá de los ochenta y los noventa. Del libro de Mercado se basó (así no lo quiera reconocer Amazon Prime Colombia) la serie Los Billis que dio de qué hablar cuando fue estrenada y se prepara una segunda temporada.
La primera temporada de La primera vez fue un hit absoluto, los cuarentones estaban embelesados con todo lo que mostraba la serie: vestuario, escenarios, locaciones, los hechos históricos que rodean a los personajes, los peinados de las actrices y las patillas de los actores.
Era y es la confirmación de que la nostalgia es una mina de oro, lo consumen ávidos los de su época y les causa curiosidad a las nuevas generaciones. No sabemos si es una curiosidad impuesta o natural (“mire mijo cómo era mi época del colegio, vea, vea”).
Dago y su eterna búsqueda de eso llamado “la colombianidad”, se aleja del chiste fácil de los paseos y se pone más serio, muy nostálgico, más Netflix, con las cosas que eso implica.
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En ‘los paseos’ pareciera que el director manda poner tres cámaras, les da dos o tres indicaciones a los actores, y dice: “¡Acción!” Y que pase lo que tenga que pasar y pareciera que se fuera a tomar tinto… así se sienten esas películas.
Acá, en cambio, se nota claramente el cuidado en las escenas, el director no está haciendo salchichas manguera, es decir, un montón de escenas en un día (un poco a lo maldita sea) para cumplir un plan de grabación. En La primera vez también son salchichas, pero premium y eso se le agradece a Dago, a Mateo Stivelberg y a Netflix por supuesto.
El asunto es con la segunda temporada: la historia se desdibujó, a los personajes los empezaron a poner en las mismas situaciones que en la serie Francisco, el matemático: paseos a tierra caliente, embarazo juvenil, los amores imposibles, profesores retrógrados vs profesores cool.
Pareciera que aplicaron el mismo formato de hace dos décadas, claro, pero esto es Netflix, entonces se insertan drogas, relaciones gay y groserías, y eso no es malo, es innovador en el sentido que se están planteando cosas que no se podrían contar en TV tradicional, pero se siente forzado, pareciera que algún ejecutivo de Netflix hubiera dicho “bueno, ustedes ya saben de nuestra filosofía inclusiva para producciones originales, entonces ya saben qué hacer”.
Y además hay un problema: Eva. Si Dago pensó que la íbamos a adorar, le salió el tiro por la culata, empezando porque Francisca Estévez tiene un problema histriónico grave: siempre hace de ella misma (as her self, dirían los gringos). En Los Billis y acá es exactamente lo mismo, los mismos pucheros, las mismas miradas. Si se está encasillando es por culpa de ella y de nadie más.
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Eva —y esto no es opinión mía sino popular— se volvió un fastidio, los comentarios sabiondos, literatos y correctos que nadie le pidió se vuelven un lastre para los televidentes; la serie se empieza a padecer cuando Eva empieza a regañar a sus amigos por ser como son: jóvenes en la década de los setenta.
Las líneas de diálogo que le escribió Dago al parecer Francisca los recita con mucha dedicación. Se supone que el personaje debe crear empatía e identificación, no lo contrario. Ella no es la villana, debería ser la heroína y resulto ser la Lisa Simpson del cuento.
Afortunadamente, hay actrices como Verónica Orozco y su papel de la señora Ana, entrañable y adorada, el tono y su reacción a las cosas que le pasan son perfectas. Una belleza de personaje.
Hay un comentario en Twitter de alguien que resume bien la segunda temporada de La primera vez: si en la tercera temporada el bobazo de Camilo Granados mínimo no se vuelve guerrillero, la vería solo por la señora Ana, la dueña de mi corazón.
Creo que todos estamos de acuerdo en eso.