La primera segregación: el colegio masculino
Opinión

La primera segregación: el colegio masculino

Es imposible enderezar del todo a un hombre en su concepción de las mujeres cuando en sus años más propicios para el aprendizaje se le confina a la mitad de un mundo

Por:
octubre 17, 2017
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Lo recuerdo bien. Obedientes nos sentábamos en el piso alrededor de la cancha de baloncesto. Minutos después, sin que se prolongará la espera, por una de las esquinas de la cuadrícula, adolescentes caminaban formadas en línea hacía el centro de la cancha: sonrientes y vestidas con coloridas y cortas faldas, que empataban con sus medias al tobillo y los moños en su cabeza, evitaban mirarnos. El atuendo se completaba con sacos de algodón que enunciaban, con letras distorsionadas, el colegio de origen. Luego de una breve venia iniciaban marciales coreografías al ritmo de los animados éxitos musicales del momento. Las contemplábamos absortos y nos mirábamos unos a otros con complicidad. Los más audaces se atrevían a hacer comentarios y sugerir podios. La mayoría, guardábamos silencio, encantados y perplejos por esos seres gráciles, lejanos e insólitos: las mujeres.

Corrían los primeros años de la década de los noventa y sin duda una de las consecuencias de estudiar en un colegio masculino era la limitada interacción con las mujeres de nuestra edad. Nuestro mundo hormonal y curioso se cercaba por eventos y realidades masculinas (torneos deportivos en su mayoría) que interrumpieron -por años- nuestra capacidad de concebir a las mujeres como iguales. Detrás de esa privación se construían mitos de algunos compañeros de pupitre, que haciendo de expertos, exageraban sobre su buena suerte con alguna prima o vecina generosa. A la vez, se trastornaba la imagen femenina (hacia un ser exótico, efímero y de sexualidad inalcanzable) con la llegada de los secretos e interesantes comercios de las revistas pornográficas; aún conservo algunas en la casa de mi mamá. (Freud acecha). Sin saberlo, crecíamos con esa carencia, esa minusvalía, que tarde o temprano, al ser confrontados por la vida, nos pasaría la cuenta en forma de torpeza.

Pensando en esos días, no recuerdo haber realizado en los primeros diecisiete años de mi vida un trabajo intelectual con una mujer de mi edad; tampoco haber admirado a una mujer por una opinión certera o dislocada en clase que me hubiese hecho reflexionar o reír. Mucho menos hay evidencia de haber sellado amistades duraderas con ellas o haber participado de sus consejos y promesas en cuestiones humanas reducidas -por mi entorno- a alternativas exclusivamente masculinas. Todo se quedaba en el terreno de la irresponsable especulación y de consejos vacíos de adultos que asumían que ya nos llegaría el momento, cuando -tratándose de poder ver a una mujer como igual- siempre es el momento. Siempre.

Muchos que no quisimos quedarnos estancados en la inmediatez y eficiencia de la pornografía o en las histriónicas e imprecisas fábulas de los compañeros, recurrimos a la literatura y a sus personajes femeninos para conocerlas. Ya en la universidad, trastornados, perseguimos a la enigmática y equívoca Maga de Rayuela; nos enamoramos -irresponsables- de fantasmas que nos recordaban a la pérfida Fermina Daza de El Amor en los Tiempos del Cólera, o nos contábamos historias de horror protagonizados por espectros de mujeres insatisfechas y voraces como la Madame Bovary de Flaubert. La burbuja de la fantasía no aguantaría mucho. Otro error más: tampoco allí estaban las mujeres.

 

 

Esa segregación consiente promueve
la cultura de la división entre mujeres y hombres,
substanciada y a favor de estos últimos

 

 

Muchos dirán que el error consiste en separar en los procesos educativos a hombres y mujeres, como si el mundo no fuera evidentemente mixto, no obstante el error es aún más grave: esa segregación consiente promueve la cultura de la división entre mujeres y hombres, substanciada y a favor de estos últimos. Es imposible poder enderezar del todo a un hombre en su concepción de las mujeres cuando en sus años más propicios para el aprendizaje y el descubrimiento se le confina a la precaria mitad de un mundo y se pone a su disposición solo una versión parcial de este, que excluye el contacto con ese otro hemisferio, que en el más común de los casos, nos completa y enseña.

Los colegios masculinos, los de antes y los de ahora, parecieran promover y patrocinar la ignorancia impuesta por un sistema que prefiere -imagino por razones de orden público masculino- separar a un hombre de una mujer y de esa forma despedir de forma apresurada la necesidad de comprender una inevitable premisa: todos, incluso en la segregación más bienintencionada o despiadada, somos iguales. Todos.

@Camilo Fidel

 

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