La primera película que vi en una sala de cine -a mediados de la década de los ochenta- fue La noche de las narices frías. Si mal no recuerdo, fuimos con mis papás y mi hermano mayor a un teatro en Chapinero que se llamaba Astor Plaza. La sala me pareció inmensa y fría; la oscuridad obligada, me inquietó. De esa manera, a los cuatro años, presencié el más prodigioso de los artificios del hombre que con el tiempo marcaría el resto de mi vida. El cine y sus historias: el lenguaje más completo jamás inventado; la única y verdadera segunda oportunidad en esta tierra. Así nació una relación que por décadas se mantuvo como una experiencia dichosa y reveladora que me ha ayudado, entre otras cosas, a estar atento a las posibles respuestas -y dispuesto a la infinidad de preguntas- que trae la intrincada y sinuosa naturaleza humana.
Antes, las pantallas eran la excepción y nuestras relaciones con ellas se reducían a un par de veces al año en un teatro de techos altos o a un sábado en la mañana de dibujos animados en la única televisión de la casa. Pero ahora todo ha cambiado. Las pantallas se convirtieron en los miembros de familia más destacados y en los amigos más cercanos. Omnipresentes, se han convertido en un asunto tan público como íntimo, que no pocas veces causa conflictos y broncas entre las familias. Sin duda, para los que somos papás, ese inmenso repertorio de posibilidades y oportunidades que hoy ofrecen las pantallas supone una decisión inaplazable, relacionada no solo a cuánto tiempo se le debe permitir a los hijos estar ante ellas sino también -creo más importante- qué ven nuestros hijos. Incluso ya tuvimos una conversación con la profesora del jardín respecto a ciertos programas y personajes que no son recomendables, ya sea por su dudoso mensaje de valores o su exceso de estímulos visuales. Desde luego, abundan los consejos y aproximaciones de los amigos que pendulan entre un prohibicionismo imposible de sostener y el cansancio ante la imposibilidad de aliviar el trastorno más agobiante de las nuevas generaciones: haber perdido la capacidad de aburrirse.
En nuestro caso nos decantamos por dejar ver a nuestra hija una película que se convirtió en su favorita. Para mí es una película triste. Fueron muchas las críticas que le cayeron a Encanto cuando fue estrenada hace un par de años, algunas razonables y otras de una sensibilidad insultante. A pesar de sus lugares comunes y cierto revoltijo cultural, desde la primera vez que la vi, reconocí en ella una serie de verdades insinuadas que me parecieron valiosas y me dieron mucho en qué pensar. Por supuesto, no se trataba solo del placer escaso de vernos reflejados y representados en un producto internacional del entretenimiento que no fuera una serie de narcos, el asunto iba más allá y tiene que ver con algo más delicado: la herida que al atravesarnos nos define.
Encanto es la historia de una familia de desplazados colombianos que ante un duelo abrasador se entregan al delirio colectivo. Desde luego, un relato tan sórdido no hubiese pasado ni siquiera el primer filtro de Disney: compañía encargada por décadas de complementar el imaginario de millones de niños en el mundo. Sin embargo, dos escenas (que son la misma escena) una al inicio y otra al final, revelan que la historia -así hubiese querido- no pudo negar la realidad de una considerable parte de nuestra historia: la violencia. En mi opinión ese es su mayor acierto. Jinetes ensombrecidos cabalgando caballos oscuros se llevan para siempre al padre de la familia Madrigal, quien pierde la vida al tratar de defender a su esposa, sus tres hijos de brazos y a sus compañeros de viaje. La joven mujer, destrozada, implora por su vida y la de sus bebés. Una magia sin titular hace nacer un hechizo (en forma de vela) por el cual la tierra tiembla y hace brotar montañas que les sirven en adelante como murallas naturales. También, una casa sobrenatural de arquitectura quindiana, se alza con balcones hinchados de flores de colores. Con el tiempo, la madre se da cuenta de una serie de dones para los hijos del difunto que les permiten desde controlar el clima hasta curar enfermedades con buñuelos. Todo el hechizo busca proteger a las gentes del regreso de los jinetes; de la inminencia de la muerte y su aliento caliente. Los protege de los otros. Los protege del resto de Colombia.
Encanto sirve como un diagnóstico de nuestra dudosa relación con la realidad, trabada entre delirios y plegarias que muchas veces se presentan como única alternativa ante la devastación y la perplejidad
En conclusión, la película infantil -ese género sospechoso- encarna dos naturalezas para quien repara en su historia lo suficiente. En primer lugar es un ejercicio de memoria y reconocimiento: Colombia, la tierra donde el dolor es la antesala de cualquier belleza y los colores vibrantes y el ruido excesivo de la fiesta han servido como implacables somníferos. Por otro lado, Encanto sirve como un diagnóstico de nuestra dudosa relación con la realidad, trabada entre delirios y plegarias que muchas veces se presentan como única alternativa ante la devastación y la perplejidad. Somos lo que quedó de nosotros y el resto terminamos por inventarlo.
Con La noche de las narices frías supe de la indolencia humana contra los animales, una verdad que la película supo barnizar en un monstruo como Cruela Devil. Espero que con Encanto, mi hija sepa de una parte trascendental de la historia de su país y así valore aún más el origen de nuestra belleza y de nuestros atributos. Ojalá también pueda observar la estrategia del delirio -imposible de enjuiciar- con la que hemos tratado de lidiar con la desgarradora violencia que sigue acechándonos. Pero sobre todo, espero que se entere que cuando se imagina la realidad es probable que también se pueda salvar de ella. Justo como una herida profunda que se zurce con hilos invisibles, que aunque no existen ni la cierran alivian su pesar y su penar. Justo como lo ha hecho el cine tantas veces. Justo como lo lleva haciendo Colombia por tanto tiempo.