En los últimos años se ha puesto de moda el rintintín del “monopolio de la violencia legítima del Estado” y mucho más de cara a las últimas movilizaciones sociales de América Latina, donde las huestes oficialistas de todos los colores salen a reclamar mano dura contra los alzamientos violentos. Todos comparten miras chatas y torpeza en tendencioso oportunismo.
Lo de “la violencia legítima del Estado” no es un dogma, en realidad es un pacto social: como ciudadano yo no ejerzo violencia (aunque podría), a cambio de que el Estado concentre el uso de las armas y regule el ejercicio de la fuerza en un territorio (nacional), garantizando mi seguridad. Es decir, que yo no me tenga que defender a mí mismo.
Por lo tanto, el Estado debe garantizar la seguridad de todos sus ciudadanos (eficacia) con la regulación racional del ejercicio de la fuerza (normas: leyes, decretos, ordenanzas, etc.), a través del aparato burocrático (fuerzas armadas —policía, ejército, armada y aérea—, Congreso y rama legislativa) para evitar arbitrariedades (principio de igualdad ante la ley). A esto se le conoce como el proceso de legitimación, caracterizado como uno de los determinantes del Estado moderno hace cien años por el sociólogo alemán Max Weber.
A estas alturas, es evidente que el Estado no cumplió su parte del trato.
Por el contrario, los Estados han hecho uso ilegítimo de la violencia que reclaman para sí. No solo con la desproporcionalidad en el uso de la fuerza de las últimas movilizaciones, sino desapareciendo gente, o con ejecuciones extrajudiciales, o conjurando golpes de Estado, o cohonestando con bandas paramilitares y narcotraficantes, o filtrando información de inteligencia militar a privados, o espiando a contrincantes políticos, o con el largo etcétera bien conocido. A esto hay que sumarle los escándalos de corrupción en los altos mandos de las fuerzas armadas que merma aún más su baja legitimidad.
Esto, sin embargo, no es una diatriba contra las instituciones, pues si uno quiere cuidar la democracia debe también cuidar a la policía y al ejército, incluso de ellos mismos. Bien porque se tiren piedra entre sí infiltrando las movilizaciones, o bien ante lerdos pronunciamientos como decir que “cuestionar los procedimientos de la policía afecta el Estado de Derecho”. Al contrario, velar porque los procedimientos se den en atención a la ley, ayuda y es necesario para construir el Estado Social de Derecho. El problema no es ese, es que la fuerza pública pierde credibilidad y respeto a ritmos acelerados por su propio actuar.
En este orden de cosas, estamos ante una ciudadanía para la cual es evidente que la violencia del Estado propende más por intereses particulares de unas élites económicas y políticas que para el bien colectivo. En vez de sentirse al amparo de las fuerzas oficiales, se les rehúye.
En esa línea se pronuncian varias voces en estos días, como “a mí no me cuida la policía, a mí me cuida la guardia indígena”, o el estribillo que las estudiantes de la UNAL agregaron al potente cántico de las chilenas de Las Tesis: “El Estado no me cuida, a mí me cuidan mis amigas”. Nacen expresiones de cuidado desde la sociedad civil, con mayor legitimidad y eficiencia que las mismas fuerzas estatales, que actúan (¡atención a esto!) en el marco de la legalidad. Se trata de lo público no estatal.
Es el caso del colectivo “Primera Línea”, que se lanza en pelea de tigre contra burro amarrado invocando la “legítima defensa”. Levantando amores y odios, comporta algunos rasgos de los que poco se ha hablado:
- Es una organización no armada: que no tenga un reconocimiento legal, o la autorización por parte del Estado para actuar, no hace que sea ilegal. No cuestiona el monopolio de las armas por parte del Estado, tal como lo hacen las insurgencias al amparo del derecho de rebelión; cuestiona la arbitrariedad, el abuso de poder, y el rompimiento del principio de proporcionalidad en el uso de la fuerza.
- Es una estructura civil defensiva: parte del postulado de no agresión y no provocación (y su legitimidad depende de ello). Esto deja la responsabilidad de la confrontación en el otro. “¿Quién empezó la pelea?” preguntaban las madres como juicio antes de impartir castigo. Tal es el caso.
- Resistencia civil desde la no-violencia: reconoce que los medios no están separados de (ni justificados por) los fines. Contestar a la violencia estatal con violencia civil es siempre un descrédito. La Primera Línea gana credibilidad por consistencia y coherencia. Dice el mismo exprocurador Ordóñez “la resistencia civil es un derecho constitucional que tienen los ciudadanos, que se enmarca dentro del derecho fundamental a participar en política”[1]
- Suple y evidencia un vacío: identificada una necesidad (al mejor decir del libre mercado) surge una oferta. Ante el descrédito de la institucionalidad y la promesa incumplida de garantizar seguridad, surge como respuesta a una demanda. “Existimos para dejar de existir”, dicen en su manifiesto de manera certera, pues en un orden ideal no serían necesarios.
- Se trata de la primera expresión urbana de autocuidado: si bien la Primera Línea bebe de los avances de otras formas ciudadanas de cuidado y protección de la vida y el territorio, como las guardias indígenas, cimarronas y campesinas, es la primera vez que vemos un experimento en el ámbito urbano. En el sector rural, marginado, excluido y olvidado, con baja o nula presencia del Estado, era apenas natural el surgimiento de estas. El cuestionamiento es que no se trata solo de presencia de la fuerza pública, sino de legitimidad.
- Es una expresión con vocación de internacionalización: experimentos homónimos y anteriores se han visto en Chile. Pero también en el acto simbólico de dejación de las armas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México; o las barriadas de los Sin Techo en Brasil. Las formas de resistencia, al igual que las empresas, se trasnacionalizan y deslocalizan.
- Tiene un carácter simbólico: la disputa la da en el marco de las ideas, no en el de la confrontación. Ufanarse de “haber doblegado a la Primera Línea en menos de un minuto”, por parte de un pie de fuerza con dotación, armamento (de baja letalidad, hágame el favor) y entrenamiento, frente a unos pelados a punta de valor y tablas de madera, no deja de ser un acto de cobardía. El uso de símbolos como el de la resistencia contra El Imperio de la saga de Star Wars, apela a arquetipos subconscientes, a ideales e intangibles. Y es en ese nivel en que políticos y fuerzas armadas entran perdiendo.
Son varios los intentos de los estudiantes por sacar a los violentos del territorio de la academia, como el cordón humano en la entrada de la Facultad de Música de la Nacional en Bogotá, o el de obligar a devolver las pipetas del Laboratorio de Química en la U. de Antioquia. Estamos frente a una transformación del capucho dinosáurico y anacrónico, que tiene por objeto pinchar una tanqueta, en un guarda de la integridad del manifestante. Es una lectura correcta del momento histórico.
Con no tanta perspicacia, uno puede notar que la Primera Línea es una oportunidad más que una amenaza, incluso para repensarse los protocolos de seguridad en las manifestaciones, porque la policía, a pesar de lo que digan, también piensa.
La pregunta ahora es: ¿hay alguna violencia que se pueda legitimar?
La modernidad se acabó y el Estado moderno no llegó a consolidarse. Nos toca ahora inventarnos el Estado posmoderno, en el que, entre otras cosas, la violencia ya no es legítima, y la seguridad está dada por mayor organización social, mejor educación, y menor inequidad. No por el uso de las armas.
[1] https://www.youtube.com/watch?v=vDWPDGLTbcc
*Sociólogo, politólogo, antropólogo. Investigador y consultor en Movimientos y Organizaciones Sociales, Participación, y Desarrollo y Paz. Ha publicado los libros El mito de la identidad: más allá de los nuevos movimientos sociales, y Somos diferentes: de la autonomía indígena o cómo ganarle el pulso al Estado.