Mi amiga Ana me escribe desde Madrid. Me habla del milagro de la primavera y de cómo el recién llegado cielo azul ha renovado en ella las ganas de tragarse la ciudad.
Yo recuerdo entonces un texto escrito hace no muchos años sobre mi descubrimiento de la más bella de las estaciones.
La primavera es un árbol
Nací en un país sin estaciones.
Tardé cerca de veinte años en entender que las palabras primavera y otoño eran más que adornos para los versos y se podían palpar en la temperatura del viento.
Apenas con variaciones entre estaciones secas y lluviosas, el clima del trópico en el que nací es tan estable que todavía hoy mi madre dice "hace mucho verano" o "hace mucho invierno" para referirse a los días especialmente cálidos o fríos.
Y eso no está mal. Todo lo contrario. Crecí en medio de una abundancia de frutas y productos vegetales que solo es concebible en un lugar donde las condiciones climáticas son estables y la altura sobre el nivel del mar garantiza todas las temperaturas durante todo el año. Además, y por la misma razón, tengo marcado en mi retina un agresivo verde montaña que todavía hoy no he visto en otra parte.
Sin embargo yo no sabía qué era la primavera.
Lo supe en La Habana y me lo enseñó el flamboyán.
Un día, a principios de abril, salí en mi bicicleta y descubrí que las calles se habían convertido de un modo intempestivo y casi mágico, en un tapete rojo y amarillo cuya belleza me hacía respirar profundo, me iluminaba el camino y me hacía sentir francamente feliz. "Quizá una borrachera de cielo y flamboyanes" escribió Mario Benedetti en una afortunada metáfora de la bella Habana en primavera.
En Colombia había crecido viendo yarumos plateados, curazaos azules y orgullosos guayacanes amarillos, pero jamás había visto una ciudad cambiar de color en una semana y vestirse toda con las flores de sus árboles.
A Medellín se le conoce como la ciudad de la eterna primavera, y esa eternidad ausente de contraste es la que hace que no percibas el milagro del cambio estacional. La primera primavera que vi fue la Habanera y me quitó el aliento.
Luego la he visto llegar a Buenos Aires, anunciándose con una trompeta florida: la de los jacarandás.
Los barrios, las avenidas, los parques, las plazas, exhiben una alfombra violeta imposible de ignorar. El color hace juego con los cortos vestidos de las colegialas, con las sábanas de los picnics y con los perros juguetones en los parques.
Yo nací en un país sin estaciones porque las tenía todas al alcance todo el tiempo: esa es una maravilla que solo se aprecia bien a la distancia.
Sin embargo eso de recibir la belleza estacional en megadosis repartidas no está nada mal.
A mí, por lo menos, los jacarandás y los flamboyanes florecidos, me hacen sentir hormonal e inevitablemente feliz y tal vez eso sea lo que muchos llaman el espíritu de la primavera.