Hay un conocimiento que trasciende lo académico y nace de la experiencia y las vivencias de muchos; y hay un elemento que llena los vacíos de la experiencia y es el aprendizaje que surge desde la formación y autoformación académica. Por una parte, hay una velada discriminación para quienes ya superaron la barrera de la edad permitida por las empresas para trabajar. Por otra parte, hay un desprecio notable por aquellos que en una edad productiva no tienen experiencia, aun contando con un conocimiento teórico que han adquirido de manera formal o informal.
Es una perversa encrucijada: joven sin experiencia o estudios formales, no te aceptan; joven con estudios formales, pero sin experiencia, de pronto te aceptan; de más de 40 años, con conocimientos y experiencia, desechan tu hoja de vida. Aun cuando los políticos se llenan el buche predicando que somos un “país joven”, para granjearse la simpatía de las nuevas generaciones, no se ocupan de crear verdaderas oportunidades de desarrollo para que los jóvenes accedan al mercado laboral.
Además, hay una profunda hipocresía en el discurso progresista de cierta izquierda que solo aspira llegar al poder para cubrirnos de migajas (llamadas subsidios) cuando lo que desean jóvenes y adultos mayores es la oportunidad de trabajar, de ganar con dignidad un salario y de sentir la felicidad que genera el trabajo honesto.
Por su parte, las empresas, esas que montan impresionantes campañas publicitarias y que le venden al público objetivo la idea de que ya ha superado la barrera de los 40 años, le niegan la oportunidad de trabajo a esos mismos clientes potenciales.
Eso sin olvidar esa caterva de políticos que ya pasan de esa edad que salen ansiosos cada vez que hay elecciones a captar los votos de los que tienen a veces una edad menor que ellos y a quienes le limitan su derecho al trabajo por ser “muy mayores”.
Por otro lado, emprender es una alternativa, pero no todos están prestos a hacerlo. El espíritu emprendedor no es una facultad de los miles de personas que aspiran, por el contrario, a ser empleados y a trabajar en sus áreas de experiencia o formación.
Hay una discriminación solapada por edad, experiencia y, poco a poco, hasta por el simple hecho de no ser bilingüe. Es increíble pero hasta para trabajar en una empresa privada en nuestra folclórica Latinoamérica se necesita tener “palanca” o “conocidos” para conseguir un empleo.
Mientras en Inglaterra una mujer mayor puede trabajar como dependienta en una tienda vendiéndole a adolescentes o en Estados Unidos un hombre de edad madura puede aspirar a un empleo en una cadena de comida rápida, en América Latina les negamos el derecho a trabajar y solo son buenos como clientes porque ahí sí valen algo.
Así mismo, hay personas que han adquirido una serie de conocimientos de manera no formal y que por no contar con un certificado laboral o un título universitario tampoco son objeto de atención por los head hunters. Y, por supuesto, están los jóvenes que terminan estudios formales a quienes les hacen el feo por no contar con cinco años de experiencia o un título de posgrado.
Y tal vez me arriesgue, pero en una cultura de la apariencia en muchas empresas también vale el atractivo físico, además de la edad.
Edaismo o inexperieciofobia son dos males que las oficinas de gestión humana o de recursos humanos (RR. HH.) padecen en estos tiempos de virus y pandemia. Los síntomas son claros y las consecuencias son terribles; desempleo galopante y miseria que, al final, es un caldo de cultivo para que muchos políticos de sistemas aberrantes y propuestas perversas terminen adueñándose del poder en unas democracias cada vez más débiles y en países cada vez menos desarrollados.