Con algunas contadas y muy gratas excepciones, el depredador ser humano es como un mítico rey Midas a la inversa: en vez de convertirlo en oro, todo lo que toca lo destruye.
Y eso es más que notorio en la forma en la que seguimos destruyendo bosques (incluidos los tropicales, es decir, las selvas) y montañas ante el avance insaciable de manchas urbanas o fronteras agrícolas que siguen expandiéndose de forma irresponsable a manos de individuos o empresas, con la complicidad, negligencia o abierta corrupción de autoridades que lo permiten en lugar de proteger y restaurar la mayor cantidad de hectáreas de bosques, montañas y selvas vírgenes.
Hace poco tuve oportunidad de viajar a México y durante el vuelo de regreso constaté con tristeza cómo una inmensa cantidad de montañas y bosques están siendo reducidos a escuetos parches verdes ante el avance de manchas urbanas o infinidad de parcelas de cultivo, no solo en el país azteca sino en Centroamérica.
Hay regiones enteras donde el daño es tan grave que los cauces de los antiguos ríos lucen vacíos o marcadamente reducidos. Cabe recordar que los bosques y montañas son invaluables fábricas naturales de agua que estamos agotando irracionalmente y que en un futuro inminente lamentaremos no haber cuidado.
Tanto las propias comunidades involucradas como las autoridades locales, regionales y nacionales deben hacer un alto y poner un freno urgente a este fenómeno, e incluso empezar a revertirlo. Expropiar predios ilegales (ya sea urbanizados o de actividad agropecuaria), derribar construcciones irregulares, ampliar la declaratoria de reservas naturales, delimitarlas claramente y restaurarlas mediante reforestación es inaplazable.
Una de las soluciones más viables es crear incentivos para que las mismas comunidades protejan bosques y montañas a cambio de los valiosos servicios ambientales que prestan, empezando por el agua que fabrican y la recarga de acuíferos, en lugar de seguir depredándolos.
Otros esquemas que han funcionado con éxito son los de tala sostenible de especies nativas mediante la cual se conserve y renueve constantemente un gran número de hectáreas en lugar de alterar definitivamente el uso de suelo.
En Colombia, debido a que el conflicto armado mantuvo “vedadas” por más de medio siglo amplias zonas montañosas del país, las manchas urbanas no han sido aún tan voraces, pero en estas montañas recién “pacificadas” el problema está creciendo a pasos agigantados.
Basta ver lo que ocurre con los Cerros Orientales a las afueras de Bogotá por la Autopista Norte y en los alrededores de Chía, donde montañas completas se han urbanizado irresponsablemente.
Es urgente que la sociedad en su conjunto, incluidas autoridades que siguen siendo muy ignorantes e irresponsables y no están a la altura de sus cargos, dé un vuelco a este problema, porque de lo contrario la futura escasez de agua generará serios problemas de desabasto del vital líquido, agravará el calentamiento global y el cambio climático, y acentuará las brechas sociales y la depredación ambiental, en un círculo vicioso que se retroalimenta peligrosamente.
Y este problema no se limita al continente americano. Ocurre en todos los continentes, lo que incluye las crecientes y voraces manchas urbanas en África o la deforestación en países asiáticos, como Indonesia y Malasia, ante el avance irresponsable de los cultivos de palma de aceite, lo que a su vez ha puesto en serio peligro de extinción a muchas especies animales y vegetales.
