Hace unos días comenté muy brevemente sobre algunos aspectos generales del debate suscitado por el artículo de James Robinson publicado en El Espectador en diciembre.
En síntesis, el argumento de Robinson —que se deriva de un sólido conocimiento sobre Colombia y de un extenso programa de investigación sobre la historia de los procesos de modernización a nivel global, condensado en el libro Por qué fracasan los países— es el siguiente:
La manera de hacer política en Colombia y el Estado débil que ésta ha generado son las raíces de los problemas del país. Los episodios históricos de violencia fueron creados por conflictos políticos, no por problemas en la tenencia de la tierra… mi argumento no es que en un universo paralelo no sería muy bueno tener una economía de pequeños terratenientes o una reforma agraria radical que mejorara las cosas… Mi argumento es que en la ‘Colombia que realmente existe’ tal economía y tales políticas son políticamente inviables… la situación representa el mejor de los mundos para la élite colombiana y el peor de los mundos para el resto del país… Nada debilitaría más a esta élite que perder el control sobre la fuerza laboral en áreas rurales, pero esto no va a pasar sin que dicha fuerza laboral tenga mejores opciones. Y por esto: educación, educación, educación.
Al respecto, hoy quisiera simplemente reiterar, intentando mayor claridad, los dos puntos generales que ya he expresado, y añadir uno más, sobre el tema de la educación, alrededor del cual espero profundizar en una próxima columna.
Por un lado, Robinson parece estar confundiendo el asunto central de las negociaciones de paz que vienen transcurriendo en La Habana —la propiedad sobre la tierra y el modelo de su explotación actual— con el asunto que para él es central en función de una agenda de modernización del país - la educación.
Desde mi punto de vista, estos dos asuntos no son incompatibles. El primero —la tierra— es un eje central de las negociaciones con las Farc, porque en torno suyo han girado los principales reclamos que dicha guerrilla ha pretendido expresar por la vía de la insurrección armada contra el Estado. Este también ha sido el eje central de un sinnúmero de movimientos sociales de gran importancia histórica —principalmente de campesinos, indígenas y afrodescendientes— que han buscado expresar sus protestas mediante las vías legales y democráticas, pero han sido sistemáticamente acallados y reprimidos por las élites regionales y el Estado colombiano.
En suma, el tema de la propiedad sobre la tierra (así como una serie de temas relacionados con la modernización y la democratización del mundo rural), no es, como parecería desprenderse de la interpretación que le da el artículo de Robinson, la base de la agenda de modernización económica propuesta por el gobierno, sino el núcleo de la negociación política para lograr la paz con las Farc. Al criticar el camino de la redistribución de la tierra como un juego de suma cero que resulta inviable para avanzar hacia la modernización, se olvida que —precisamente por ser tal tipo de juego— es el nudo que hay que desenredar para lograr la paz.
Por otro lado, algo que también pareciera permear el texto de Robinson —así como la mayor parte de los textos escritos por sus críticos— es la sensación de que, en vez de estar buscando idear y promover estrategias audaces y mecanismos innovadores para que la democracia opere en el campo colombiano, por primera vez en su historia, se sigue discutiendo sobre el futuro del mundo rural y de sus habitantes como algo que debe, o puede, ser decidido desde los centros urbanos del país.
Por el contrario, yo pienso que —en línea con la teoría de Por qué fracasan los países— el gran problema estructural del campo colombiano (así como de la crucial interface campo/ciudad) es la ausencia de instituciones políticas inclusivas y la presencia incólume —desde siempre, pero particularmente tras la imposición violenta de los órdenes sociales paramilitares (y guerrilleros) durante las últimas dos décadas— de instituciones excluyentes y extractivas. Como intenté plantearlo anteriormente, “lo realmente crucial para avanzar hacia la paz y la modernidad es que los habitantes del mundo rural —principalmente los campesinos violentados y resistentes por generaciones— obtengan por fin un verdadero poder de decisión dentro del sistema político sobre sus territorios y sus proyectos de vida. Lo más importante en tal sentido es fortalecer la democracia y la ciudadanía en el mundo rural.”
Es así como llegamos al tema resaltado por Robinson, la educación. En su texto, él sueña con ver a los hijos de los campesinos emigrando a las ciudades para convertirse en nerds que diseñen apps —pues, naturalmente, según su planteamiento, cualquier persona prefiere eso a “cortar caña” —mientras la agroindustria se hace cargo de la tierra.
Pero parece olvidar que, no solo muchos hijos del campo, herederos de valiosos conocimientos ancestrales, así como muchos citadinos cansados del agobio urbano, ven en el campo y en la pequeña o mediana agricultura una forma de vida válida, vigente y con amplio espacio para la innovación y el emprendimiento.
Democratizar el mundo rural, y darle viabilidad a un sistema alimenticio alternativo, distinto al que ofrecen los insidiosos mercados dominados por la gran agroindustria, exigirá construir espacios y procesos educativos de la más alta calidad en el campo, no despojarlo de posibilidades ni de sus jóvenes. Hay que trabajarle a la posibilidad del nerd campesino.
Publicada inicialmente el 2 de febrero de 2015