Qué triste es tener que reconocer que la política en Colombia se ha degenerado en un vulgar negocio de familias, que ha hecho metástasis en provincias como La Guajira. La descripción de la palabra clientelismo, que en política burda no es otro cosa que la obligación de devolver el favor en forma recíproca al benefactor político de turno, por gratitud, amistad o por participar de la famosa mermelada; diferente a la compra y venta del voto, un delito, y en política un simple intercambio económico que no pretende crear ninguna relación interpersonal, y que es un mecanismo que utilizan aquellos actores políticos que carecen de un electorado consolidado.
El clientelismo les certifica a las familias dueñas de los monopolios políticos. Asegurar de por vida curules en corporaciones e instituciones locales, regionales y nacionales, y aquí se confirma la teoría que los políticos nacionales requieren las redes regionales para obtener los votos y para gobernar; no interesa si las élites regionales están corrompidas, podridas, o no. Lo que importa es el apoyo electoral que estas puedan producir para el sistema nacional. Esto conforma, a la postre, un círculo vicioso; una perversa alianza, el poder electoral local asegura la gobernabilidad central y, al mismo tiempo, esta gobernabilidad les regresa en recursos o prebendas a los poderes regionales. Ese aporte electoral es el que, al final, refuerza esos poderes regionales que repiten infinitamente como ciclo vicioso: son una especie de tejidos regionales, basadas en la potestad, de poderosas familias que ostentan y mantiene el poder en las regiones, pero que, al mismo tiempo, soportan otras redes familiares que componen las élites de poder nacional. Estas élites nacionales tranzan permanentemente con las regionales, por medio del mismo poder Ejecutivo, central en cabeza del presidente de la República, el cual se ve obligado a negociar permanentemente en el Congreso. Esto explica la inelegante politización de la administración pública en todas sus expresiones y, en consecuencia, el pésimo funcionamiento del Estado.
La Guajira, ejemplo excepcional de este pusilánime acuerdo, es por desgracia uno de los mejores y más fieles exponente de este funesto modelo político, el cual produce deprimentes y pavorosos márgenes de atraso y pobreza social. En forma agónica claman algunos: ¡No hay esperanzas en el departamento! ¡Seguirán mandando y gobernando los mismos personajes de siempre! Escogidos a dedo, tenga o no tenga el perfil, por las dos fuerzas políticas que dominan el territorio, poco importa lo que piense la gente informada e independiente, que ellos no pueden comprar ni manipular. La gran maquinaria electorera está prendida, y solo se apagará cuando se hayan cumplido sus objetivos. Gane quien gane, podremos fácilmente adivinar cuál será su gabinete, compuesto por los personajes de siempre, impuestos por sus mentores o padrinos políticos, faltos de visión y competencias y llenos de orgullo y avaricia, entrarán al palacio de la marina frotándose las manos, pensando en la gran fortuna que esta designación les permitirá obtener. La Guajira, como siempre seguirá siendo aplazada, con la esperanza que algún día explote, ante la desidia y la mentira, atosigada por el hambre y la pobreza, como una gran bomba social, con aterradoras consecuencias. “Si continuamos haciendo lo mismo seguimos en las mismas, sería una tontería esperar resultados diferentes.”
Por Federico Acuña Mendoza