Esta historia gira en torno a un niño que siempre fue solitario, que aprendió desde pequeño a conocerse a sí mismo en medio del silencio. Ese niño gustaba de caminar, y caminar sin rumbo fijo; gustaba de perderse voluntariamente entre la montaña, con la buena fortuna de que siempre, de algún modo, encontraba el camino de vuelta a casa. Ese niño, que fue haciéndose grande entre libros y el ejemplo de un padre y una madre laboriosxs, siguió caminando. En su primera juventud caminó dos días seguidos desde su pueblo natal, en el Caribe, hasta llegar a la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se le reveló otro universo: el de los pueblos ancestrales que, durante generaciones, han contribuido a cuidar el corazón del mundo. Volvió después de varios días a la casa de la tía Carmen quien, como siempre, le curó amorosamente las llagas de sus pies, luego de que a las pocas horas de emprender el regreso se le deshicieran sus modestos tenis de tela y hubiera de andar descalzo durante varias jornadas.
Sus caminatas y los innumerables momentos de observación, sentado en el dintel de la casa de sus abuelos, en el fondo buscaban comprender la diversidad y vastedad cultural del territorio donde había crecido: indígenas zenúes, campesinos mestizos y comerciantes árabes que convivían cada uno con sus costumbres, sus rituales, su cosmovisión.
Las caminatas, que no cesaron, y las circunstancias políticas nacionales, siempre tan convulsas, empezaron a ser procesadas con avidez por su joven cerebro. Sus inquietudes vitales, exacerbadas por la lectura combinada de Jean-Jacques Rousseau y El Quijote, obras de cabecera de su padre, fueron dinamita pura, según dice: uno ponía en valor los principios de la Revolución francesa mientras que el otro, viajero incansable por excelencia, recorría un territorio agreste enfrentándose a todas las adversidades posibles en nombre del amor.
Su pensamiento divergente y las acciones que acompañaron su incursión en la política pronto lo llevaron a la cárcel. En su primer día de encierro recibió la noticia de que iba a ser padre. Intentar comprender la escritura críptica de Hegel durante aquel tiempo tan desafiante fue el reto que se autoimpuso y que le permitió sobrellevar la dureza del aislamiento, y la tortura a la que fue sometido y que casi lo mata.
El paso del tiempo le devolvió la posibilidad de regresar a las montañas y seguir caminando durante horas y horas, mientras alimentaba el sueño de aportar a la transformación de un país en el que existiera justicia social, equidad y una democracia real donde fuera legítimo pensar distinto sin que ello significara la persecución, el encierro, la tortura y/o el asesinato. Fueron tiempos de guerra a los que siguieron otros de una paz muy imperfecta en la que este hombre sufrió pérdidas de personas entrañables, entre ellas, la de su mejor amigo, a quien hubo de meter en un ataúd y enviar a su tierra natal, después de ser sometido a jornadas de tortura indecibles.
Luego de tanto dolor y tanta lucha, su acción política se orientó hacia el servicio público. Gracias a la confianza popular, lideró investigaciones que las instituciones habían decidido ignorar, sobre entramados de violencia sistemática hacia la gente más vulnerable en los distintos territorios de Colombia. Y puso en la palestra a reconocidos caciques que, luego lo reafirmarían los jueces, habían esparcido el terror y el dolor por todo el país. Ese arduo trabajo no solo llevó a la cárcel a los responsables, también lo conmovió de tal manera que enfermó.
Como siempre, el paso del tiempo y el apoyo de su familia, en especial de las grandes mujeres que lo han rodeado, le permitió recuperarse y, refrendada su gestión por las mayorías, continuó con el servicio público, esta vez, administrando billones de pesos que buscaron mejorar la vida de las personas, desde la primera infancia hasta los adultos mayores de la capital. Tantos enemigos poderosos que se había fraguado no tardaron en cerrarle el paso a través de una jugada política que, tiempo después, la justicia internacional demostraría que había sido ilegítima, apartándole de esa gran responsabilidad, embargándole sus bienes y empujándole hacia el exilio. Nada de todo lo padecido logró aniquilarlo. Ni la tortura, ni el asesinato de sus seres queridos, ni el estrangulamiento económico, ni la injusticia, ni la persecución política consiguieron llenar de odio su corazón. ¿Cómo puede ser esto posible? Quizá porque logró transformar el dolor y las pérdidas en esperanza, como explica cuando se refiere al espíritu de Colombia: en este país no se entiende cómo, a pesar de tanta guerra y tantxs muertxs la pulsión de la vida, la visión de futuro prevalece, siempre, por encima de todo.
Hoy estamos muy cerca de que este hombre, con todas sus virtudes y a pesar de sus defectos, pueda llegar a ocupar el cargo público más importante del país. Hoy existe la posibilidad de que el pueblo colombiano confíe sus destinos, por primera vez en dos siglos de democracia en Colombia, a un hombre de izquierda. Será la oportunidad de poner su conocimiento, su experiencia, su cuerpo y su corazón en función de transformar la política del odio y la confrontación, a la que llevamos siglos acostumbradxs, en una política en la que haya justicia social, equidad y paz verdaderas; en la que se pueda disentir sin que ello implique la aniquilación. La película, que tan bellamente narra la historia de este quijote, ha sido ideada, dirigida, escrita y producida por Jenniffer Steffens, y lleva por título, “Petro: la política del amor[1]”.
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