Recientemente, durante la audiencia de legalización de la captura de una persona que llevaba marihuana consigo, sin que la policía tuviera competencia legal para el arresto —pues al parecer no había evidencia de que se estuviera cometiendo algún delito—, el juez de la causa afirmó que era lógico que las personas se asustaran al ver a los agentes, máxime ahora, por cuanto “en los últimos meses hemos estado viendo cómo la policía se ha convertido en una fuerza terrorista”. El audio de la audiencia conmocionó al Secretario General de la Policía, quien anunció que interpondría acciones penales y disciplinarias contra el juez, por considerar que se trataba de una acusación deshonrosa para la institución y violatoria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Constitución.
En estricto sentido jurídico, la pretensión de escarmentar al juez es abusiva, y su fundamento es equivocado. Con los siguientes elementos quiero delinear una defensa de oficio de este juez, por medio del control convencional, es decir, apelando a estándares internacionales de derechos humanos, pues no puede ser ajeno a la ciudadanía el intento de disciplinar y menguar a la administración de justicia, mucho menos, en estos tiempos.
I
El terrorismo de Estado es una categoría existente en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos —DIDH— y subsiste al lado de la categoría de terrorismo no estatal o individual, que es la más reconocida. La ha usado la Corte Interamericana, por ejemplo, para describir la coordinación interestatal que se produjo en el marco de la operación Cóndor, durante las dictaduras del Cono Sur. Así se lee la cuestión en la sentencia del caso Goiburuy y otros vs. Paraguay:
“Los agentes estatales no solo faltaron gravemente a sus deberes de prevención y protección de los derechos de las presuntas víctimas, consagrados en el artículo 1.1 de la Convención Americana, sino que utilizaron la investidura oficial y recursos otorgados por el Estado para cometer las violaciones. En tanto Estado, sus instituciones, mecanismos y poderes debieron funcionar como garantía de protección contra el accionar criminal de sus agentes. No obstante, se verificó una instrumentalización del poder estatal como medio y recurso para cometer la violación de los derechos que debieron respetar y garantizar, ejecutada mediante la colaboración interestatal señalada. Es decir, el Estado se constituyó en factor principal de los graves crímenes cometidos, configurándose una clara situación de terrorismo de Estado”.
Si bien, estas formas de actuación del Estado se tienden a predicar en situaciones extremas como las de las dictaduras del cono sur o el régimen nazi, lo cierto es que los gobiernos democráticos (o aparentemente democráticos) también pueden recurrir al terror como forma de gobierno cuando enfrentan crisis y situaciones de inestabilidad: “En las que una reacción exagerada a los peligros del terrorismo y el cultivo de tácticas antisubversivas podrían redundar en una privación de las libertades individuales, una mayor probabilidad de violaciones de los derechos humanos por parte del gobierno y, en general, un "terror desde arriba", sin que haya nadie para proteger al público de la intimidación y la represión [1]”.
Entonces, cuando en su conjunto, los agentes de las instituciones del Estado trastocan su rol de garantes de los derechos de sus ciudadanos y cometen graves crímenes en su contra, como ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y tortura, como los que hemos visto exacerbados durante el último mes o, conforme a sus distintas competencias, funcionarios públicos los facilitan, permiten, ocultan o confinan a la impunidad, estamos observando actos de terror realizados como forma de ejercicio del poder, o “terrorismo de Estado”.
Tal vez en unos años se le ponga nombre a la forma coincidente y confluyente (no sabemos si coordinada) en la que las policías antidisturbios de Colombia, Ecuador y Chile reprimieron a los jóvenes que protestaron entre 2018 y 2021 usando el mismo repertorio: disparo a los ojos, uso de armas letales o con efectos letales y brutalidad excesiva, lo que ya sabemos.
II
En el caso de la Nicaragua actual, en el que el uso violento y excesivo de la fuerza por parte de la policía nacional junto con quienes allí se denominan “grupos de choque” que actúan como entidades parapoliciales y cuyas acciones han sido respaldadas por el discurso del Presidente de la República de ese país, particularmente desde el estallido social de abril de 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —CIDH—, ha afirmado que “se ha generado un estado policial en el país que busca acallar la disidencia y cerrar los espacios democráticos en el país a través de medidas adoptadas por la Policía Nacional para calificar las manifestaciones públicas como ilegales, exigir arbitrariamente autorización previa para la realización de protestas, allanar y tomar instalaciones de las organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación independientes. También se realizaron cientos de detenciones arbitrarias [2]”.
Para la CIDH, en dicho país se ha debilitado el Estado de Derecho y ha sido reemplazado por un Estado Policial con el fin de “evitar cualquier movilización social mediante la toma de los espacios públicos [3]”. Entonces, en contextos tan dramáticos como el nicaragüense, en los que la Policía ejerce desproporcionada y violentamente la fuerza con el objetivo de reprimir las protestas ciudadanas (un derecho que incluye a otros como la libre expresión, reunión y participación), sin que operen debidamente las salvaguardias con las que deben contar los ciudadanos (pues el ejecutivo promueve tal estado de cosas y los demás poderes públicos están completamente cooptados por éste o inhabilitados), puede afirmarse que el Estado de Derecho —the rule of law—, desaparece, cediendo paso al estado policial.
III
En sentido estricto, lo dicho por el juez no fue una acusación, pues no apuntaba a señalar responsabilidades de los agentes de la policía. Se trató de la descripción de un contexto como requisito necesario para que el funcionario judicial argumentara la legalidad de la captura, en relación con unos hechos puntuales que envolvieron a unos actores concretos en un momento determinado. Para el funcionario era necesario enmarcar el contexto en dicha explicación y no era posible eludir un hecho incuestionable: que la policía colombiana ha abusado de su fuerza y ha cometido graves violaciones a los derechos humanos que todos hemos visto en imágenes y videos que cientos de ciudadanos han registrado en todo el país en el contexto del paro nacional, y que esto causa miedo, zozobra y terror en la población –al menos, en quienes no cabemos en la definición de “colombianos de bien”–.
Desde el homicidio y tortura de Javier Ordóñez a punta de taser y golpes, la muerte posterior no esclarecida de 13 ciudadanos en el contexto de protestas por este hecho, el homicidio de Dylan Cruz y en el último mes las cientos de imágenes y videos en las que hemos observado a una Policía que ejerce la fuerza bruta contra jóvenes en las principales capitales del país, con historias como la de Álvaro Herrera en Cali o tan terribles como la de Allison Meléndez en Popayán, la policía como institución, se ha deshonrado solita. La opinión de un juez no agrava ni matiza tal estado de cosas.
Al juez le correspondía hacer dicho análisis porque su oficio no es ser notario de la policía, sino que le corresponde oficiar como juez de control de las garantías judiciales de los ciudadanos, velar por la vigencia de las garantías procesales constitucionales de las personas capturadas y proteger al ciudadano del poder punitivo del Estado, que debe ser última ratio en condiciones de normalidad institucional, pero que al lado de la violencia, es prima ratio en condiciones de anormalidad institucional como la que vivimos.
IV
El intento de escarmentar al juez no hace sino confirmar y reforzar el exacerbado estado de agresión contra la ciudadanía. En primer lugar, se pretende hacer castigar a un funcionario por desarrollar su función constitucional que le obliga a observar los casos en concreto y en contexto y no en abstracto, y de rebote, amedrentar a otros que cumplen roles similares y a los ciudadanos. La plena ciudadanía depende, entre otras cuestiones, de poder fiscalizar lo público, criticar a los funcionarios y a su gestión porque están en la esfera pública, y emitir opiniones y juicios de valor, así sean molestos, sin temor a represalias judiciales fundadas en el honor, la difamación, el orden público o una interpretación perversa de las cláusulas de derechos humanos.
Castigar la enunciación descriptiva de lo que pasa en el país con la policía en una audiencia o fuera de ella, abre peligrosamente la puerta para la imposición del delito de desacato que supone “que todo el sistema represivo estatal se active para sancionar a quienes critican a funcionarios públicos y su gestión, lo cual es a todas luces contrario al principio democrático del control de quienes ejercen los poderes del Estado [4]”.
Imponer el silencio, ya no en la calle, sino en los tribunales, es una torpeza que deshonra más.
[1] Kalliopi K. Koufa, Relatora Especial encargada por la Subcomisión de Promoción y Protección de los Derechos Humanos de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para abordar el tema del terrorismo y los derechos humanos. 2001.
[2] CIDH. Comunicado 006 de 2019. CIDH denuncia el debilitamiento del Estado de Derecho ante las graves violaciones de derechos humanos y crímenes contra la humanidad en Nicaragua.
[3] CIDH. Informe anual 2020. Cap. IV.B. Nicaragua.
[4] Relatoría Especial para la Libre Expresión. Informe sobre las Leyes de Desacato y Difamación Criminal. 2004.