Existe consenso entre los analistas políticos respecto a lo que se está viviendo en Colombia como antecedente de la contienda electoral. Más que una polarización, una radicalización de la extrema derecha, en el sentido de que la opinión propalada y puesta a rodar por un sector amplio de la minúscula burguesía es la de la descalificación y el odio profundo, eso sí, movido por interés económico preciso y un anhelo de poder que ya no da espera.
La polarización, bien entendida, es el “desplazamiento hacia los polos” en una discusión o debate en el que ha de prevalecer generalmente la lectura de derecha o de izquierda, respecto de la realidad y de la cual se impone una conclusión que defienda unos principios o una concepción del mejor proceder hacia el progreso; la radicalización (palabra no aceptada por la Real Academia de la Lengua) tiene diversas acepciones entre las que cabe destacar la de intransigencia o fanatismo; quien se radicaliza tiende a imponer con su discurso sus ideas, descalificando a su contrario, siendo extremista.
Desde otra óptica, radical es quien estudia a fondo la raíz del conflicto y propone la mejor solución; es quien indagando, da respuesta al contenido etimológico de la palabra y con profundidad, toma más en serio la democracia (Rodolfo Arango) pues pone el dedo en la llaga y construye en la búsqueda de la solución, una opción seria y estructurada.
A pesar de que uno de los aspectos centrales del debate político en nuestro tiempo gira en torno a la paz como noción de convivencia a partir del acuerdo político con la guerrilla de las FARC en el que se ha cuestionado “la entrega del Estado” a los postulados y deseos de esa “izquierda” nociva, el debate en sí es tendencioso ya que trae inmersa la insatisfacción de un sector de la extrema derecha que se resiste a abandonar los privilegios que por largos años le otorgó la guerra y el desafuero. Es una burguesía conservadora e intolerante que niega la existencia de minorías y el derecho de comunidades marginadas que vienen ganado justos espacios, es la voz del crítico acérrimo de la paz de un presidente traidor a su clase privilegiada, es el mensaje del sembrador de la posverdad truculenta que fastidia y pone palos a la rueda del progreso.
La paz como escalón hacia una sociedad más igualitaria no tendría que tener reparo, así se apoye de manera precaria en un documento de intención que ya dio en si mismo frutos con el retiro de las armas y el cese de los ejércitos emboscados. Escoce a los recalcitrantes el origen de la iniciativa, los medios de su construcción y su lenta puesta en marcha para referir toda una suerte de improperios a sus actores y un pronóstico de catástrofe en las bases del Estado. Esta derecha ciega se quedó en la apologética de la violencia pues sus raíces están en el paramilitarismo, en la justificación de las prácticas de auto defensa y en el reclamo perpetuo de la falta de presencia institucional, de las que con propiedad se han servido en los últimos treinta años. De manera contundente lo dijo Francisco Gutiérrez, cuando afirmó que ante la denominada “polarización asimétrica” en la extrema derecha que encarna el Uribismo, nuestro dilecto expresidente es el adalid de la economía cocalera y minera que aspira a la reelección indefinida en el poder, para derrotar las bases de un consenso irregular y vacilante si se quiere, pero éste último, aspirante a ser progresista en la concepción de un nuevo ensamble de Estado de Derecho Liberal.
No hay duda de que como se ha dicho, la reelección ha sido nefasta para el país en tanto ha fortalecido el clientelismo y la vieja manera de negociar privilegios y respaldos; el Estado se ha quedado sin representantes éticos y se ha desgastado la urgente condición del servidor público a partir de la identificación del negociador y el componedor de intereses particulares en cabeza de Directores y Gerentes del Sector Público, situación que contribuye aún más al debilitamiento de la noción de autoridad, orden y justicia. En este escenario es entonces fuerte la voz autoritaria, que por descarte es intolerante y aviesa; la que capitaliza el error de quien apuesta a la convivencia pero de plano descuida el crecimiento económico y deja ver las fisuras de la pobre administración de justicia, precisamente por conciliador en los frentes que urgen una mano firme que comporte verdadera transformación.
Está en juego dignificar el ejercicio de la política y construir la vocería de una franja de opinión que se acostumbró a votar “en contra de” a fin de paliar males mayores; se necesita con urgencia que seamos radicales en la postura y que trascendamos en el diagnóstico de nuestros males; urge una radicalización en la respuesta que acalle a quien manipula a su acomodo esa porción de la verdad que enquista el odio y despierta el miedo del débil en las iglesias confesionales y en los campos. Es la clase media de nuestro país la llamada a generar confianza en la tesis de que con la paz (su asomo, su formulación) se ha ganado un gran terreno y que con la serenidad y el aplomo en los debates del desacuerdo y las reglas que se imponen, se ha de apaciguar a los detractores de oficio y las amenazas, que por la misma dinámica han de surgir. Parece una paradoja; ser radical en el propósito y contenido en los medios para alcanzarlo. Se precisa de la fuerza del argumento y la intachable convicción, que recurra a la nobleza de la propia fe ante el adversario que nos exige ser correctos.
El compromiso que nos espera, con base en las experiencias de sociedades que superaron la confrontación intestina y de hermanos, es que en los próximos 12 años se pueda duplicar el ingreso (Rudolf Hommes) y que en Colombia se dé el salto a una sociedad con respuestas eficaces a la injusticia y la violencia.