Porque le debo a la poesía lo que soy como ser humano, como lector y como poeta; porque he dedicado más de la mitad de mi vida a la gestión cultural; porque soy parte del World Poetry Movement, en mi calidad de director del Festival Internacional de Poesía en el Caribe; y porque, para bien o para mal, hago parte del Consejo Nacional de Cultura, el máximo órgano asesor del Ministerio de Cultura de Colombia, en representación del Sector Literatura, manifiesto públicamente mi más honesta inconformidad y preocupación por la decisión que nuestro ministerio, a través del Programa Nacional de Concertación, ha tomado al negar los aportes para la edición del presente año del Festival Internacional de Poesía de Medellín.
Soy consciente de que para poder acceder a estos recursos se han planteado unas reglas de juego que todos los proyectos que se apliquen a este programa deben cumplir; y sin entrar a discutir los pormenores técnicos de tal decisión, hay que ser también conscientes de que un programa del impacto nacional e internacional como este, que ha logrado en sus 27 ediciones consecutivas, durante casi tres décadas, no sólo engrandecer nuestra vida cultural y literaria poniéndola en el mapa mundial de los grandes eventos literarios del planeta, y la correspondiente importancia y dimensiones que ha ganado en ese contexto; sino por ser un factor indiscutible y comprobado de atenuación pedagógica y sensible de la violencia social en una ciudad con los antecedentes históricos de Medellín, así como el indiscutido enriquecimiento de su vida ciudadana por virtud del contacto individual y colectivo de la poesía. Es decir, es este un evento que por sus impactos ha logrado resultados ampliamente conocidos y reconocidos de gestión cultural, gestión social y gestión del conocimiento desde la poesía, constituyéndose sin duda en una experiencia modélica para la educación y la cultura en el país.
Manifiesto públicamente mi más honesta inconformidad y preocupación
por la decisión que nuestro ministerio de negar los aportes
para esta edición del Festival Internacional de Poesía de Medellín
Tengo que reconocer, con sincera complacencia, que en tres o cuatro sesiones formales del Consejo Nacional de Cultura a las que asistí en el año inmediatamente anterior, ha quedado muy claro, en calidad de certeza, por parte no sólo de los consejeros, sino de nuestros interlocutores del ministerio, que en las actuales circunstancias de la vida social y política del país, la coyuntura de un delicado posconflicto, la peligrosa polarización de las posiciones de los que quieren y no quieren la paz, y de la escalada de la violencia que azota sin parar nuestra vida cotidiana, la cultura se impone como un urgente factor de cualificación de la vida ciudadana, como un factor de resiliencia de millones de colombianos que han sido víctimas y victimarios de nuestra desastrosa realidad nacional.
Es por eso que encontramos en esta decisión del ministerio una posición que va en contravía con la certeza arriba expuesta de que sólo la cultura puede ayudarnos a superar desde la sensibilidad y con otras referencias simbólicas los modelos mentales que sostienen la intolerancia racial, política, de género y de clase que hacen cada día más difícil la convivencia pacífica en Colombia. Y ningún terreno más propicio que el de la poesía para entender los misterios del corazón humano y las razones ocultas de los pueblos.
Ahora bien, ¿significa ello que el proyecto del Festival de Medellín tiene que ser medido con otros parámetros? Tal vez. Aunque no necesariamente. Porque ello constituiría un expediente de violentación de las reglas instituidas, y una evidente inequidad para los miles de proponentes del programa de concertación. Eso es cierto. Pero no es menos cierto que este festival encarna una naturaleza que no puede ser valorada y definida cabalmente en su verdadera dimensión e importancia por un evaluador externo contratado para calificar de manera rutinaria lo que exige la letra menuda de un manual. Es no es su problema. Esa excepcionalidad no encaja en el recuadro insuficiente de un formato. Los datos de la realidad son más elocuentes e inaprensibles que una posible falla en el diligenciamiento de un formulario. He allí los bemoles del asunto. Se requiere del conocimiento y puesta en valor de una historia y una significación cultural, que desde luego no está en discusión en este caso; y, desde luego, de saber lo que implica una Ley del Congreso de la República como la Ley 1291 de 2009 que decreta en su artículo primero la Declaratoria de Patrimonio Cultural y Artístico de la República de Colombia de este festival, y autoriza al gobierno las apropiaciones presupuestales, y los créditos y contracréditos y convenios a que haya lugar, para la entrega de un aporte de 600 salarios mínimos para el cumplimiento de este cometido.
Hay en todo caso, si es que ello es así, unas consideraciones formales y técnicas que no deberían alcanzar para descalificar los logros de un evento que nos hace infinitamente más dignos en un país en el que, frente al enorme desprestigio político, sólo nos salva la cultura.