Celebro que los estudiantes hayan salido a marchar —palabra que suena fastidiosa a mis oídos, por sus evidentes aires belicistas— para pedir al gobierno la solución a la problemática de la educación pública universitaria, que se ahoga en la pobreza. Celebro aún más que los estudiantes no hayan permitido que el evento fuera capturado por políticos populistas —siempre oportunistas, convencidos de su papel providencial, siempre narcisistas, creyendo que las masas caerán siempre rendidas ante su charlatanería, fingiendo estar muy preocupados por la universidad pública— que quisieron aprovecharse marrulleramente de la ocasión para ganar algo de simpatía electoral.
Sin embargo, es necesario que los jóvenes universitarios sepan que están caminando por el sendero trazado por la Constitución Política de 1991 —tan alabada, tan defendida—, que creó un sistema político y económico que reproduce la pobreza. En pocas palabras, pienso que nuestro país es una fábrica de pobreza, auspiciada por la constitución.
El premio nobel de economía del año 2015, Angus Deaton, en su obra El gran escape, a través de un pormenorizado estudio de cifras y estadísticas a nivel global, muestra que la pobreza es el resultado de la falta de crecimiento económico. Los países que aún son pobres —como lo es Colombia— lo son porque tienen un esquema institucional en todos los órdenes que desfavorece la inversión y que desestimula el crecimiento económico. Esta realidad permite concluir que si el gobierno aumenta el presupuesto para la educación superior, como lo solicitan los jóvenes, lo hará quitándole presupuesto a otro sector, que se encuentra igualmente pobre. Como cuando una familia se abstiene de comprar zapatos para comprar libros y cuadernos.
La realidad es que la carta política de 1991 debería ganarse un premio por tener el mérito de establecer un esquema que multiplica o, por lo menos, preserva la pobreza, en lugar de apoyar y promover las condiciones para la creación de riqueza. Me explico. La Constitución de 1991 es rica en promesas, en dibujar una sociedad utópica, perfecta; y como dicen algunos románticos constitucionalistas, se trata de una carta de enfoque “humanista”, centrada en el ser humano, en su “dignidad”. Paradójicamente, los resultados, más de 25 años después de su promulgación, contradicen tan soñadoras intenciones.
A mi juicio, la carta de 1991 es un híbrido tropical: tan libertaria en lo político que parece inspirada en John Stuart Mill, con asesoría de Murray Rothbard, salvo por la oprobiosa servidumbre del servicio militar obligatorio; y tan estatista en lo económico que parece inspirada por Carlos Marx y asesorada por la Cepal, cuyas ideas han arruinado a la América Latina. La concibo como una mezcla agridulce de libertad individual con sumisión al Estado. Como el agua y el aceite. Una lectura general de la carta muestra que exhibe al Estado como el gran hermano y, en consecuencia, al político como su portavoz inefable. Cito algunos aspectos que me llevan a esa idea. El artículo 2 dice que el Estado debe promover la prosperidad general; esto quiere decir que son los políticos los que nos ayudan a prosperar como sociedad, pues el aparato del Estado lo administran ellos. En virtud de esta norma, el Estado no se enfoca en crear condiciones para que las personas prosperen por sí mismas, mediante sus propios esfuerzos, sino que se ha erigido él mismo en el creador de dicha prosperidad. En este principio se oculta la noción de que el Estado es un gran padre protector, y que el ciudadano es un sujeto desvalido al que hay que proteger y promover.
Por otra parte, el artículo 366 señala que el Estado tiene como deber y como finalidad principal satisfacer las necesidades de la población en aspectos como salud, educación, saneamiento ambiental y agua potable, todo lo cual dependerá, claro está, de las camarillas de políticos que manejan el presupuesto público en todo el país: desde ministros —pasando por alcaldes y gobernadores— hasta diputados y concejales de municipios olvidados: todos ellos se presentan como los solucionadores de nuestra vida, en virtud del sistema creado por la carta magna.
Esta concepción de que el Estado lo es todo y el individuo muy poco, sobre todo en la esfera económica, trae no pocas consecuencias nefastas. Por ejemplo, ocasiona que los servicios de salud del Estado, a cargo de hospitales públicos, sean de muy mala calidad, debido a que estos centros de salud pasan a ser fortines burocráticos de corruptelas políticas, donde se reparten puestos directivos —desde el gerente del hospital hacia abajo—, contratos a profesionales de la salud, como médicos y enfermeros, cuya continuidad laboral depende, no tanto de su calidad profesional, sino de los votos que puedan aportar a las campañas políticas del caso. Una salud en manos de los políticos es peor que la misma enfermedad. Cosa similar sucede con la educación. Además de la gratuidad universal de la educación básica y media, que se financia con los impuestos que todos pagamos —no hay nada gratis—, se ha creado el Programa de Alimentación Escolar, como estrategia de permanencia de niños y jóvenes en las instituciones educativas. No dudo de que el programa tiene buenas intenciones, como las de la carta política. Pero es factible pensar que nuestro sistema escolar es tan poco atractivo que es necesario seducir a los estudiantes con la promesa de una porción de comida, descargando a los padres de la responsabilidad de alimentar a sus hijos. El deber de alimentar se deja en manos del gran estado. El PAE tiene grandes virtudes filantrópicas; pero tiene también la gran virtud de mostrar al gobierno como el gran alimentador de los estudiantes. El punto con este programa es que les sirve a los políticos para explotar electoralmente a los votantes y, en algunos casos, para esquilmar algunos recursos estatales. Con ello se obtiene un doble efecto magistral: el gran hermano aparece como el alimentador del pueblo —al mejor estilo de la Roma Antigua— mientras que el político se exhibe como la mano generosa que reparte las porciones por toda la geografía nacional, alimentando a “nuestros niños”.
En la educación universitaria la situación es similar. Sabido es que las universidades públicas también están cooptadas por políticos, por el Estado, y a ello se debe que sus rectores con frecuencia suelen ser fichas del gamonal de turno. No académicos o educadores impolutos, sino cuotas burocráticas —“servidores públicos” se les llama en la constitución— patrocinados por un congresista poderoso de la región, o por un gobernador o un alcalde. Como es natural, en estas condiciones el escaso presupuesto asignado a la universidad no se destinará principalmente al mejoramiento académico o al bienestar de los estudiantes, sino, a duras penas, a pagar la nómina de los profesores y a los gastos administrativos. El remanente se malgastará en los amiguetes del círculo político más cercano. A esto contribuye el hecho de que el régimen de contratación de las universidades públicas es “especial”, es decir, muy difícil de controlar, y autónomo, según lo expresa la ley 30 de 1992, al abrigo de la famosa “autonomía universitaria”.
La mano del Estado, ese gran hermano, también toca a la justicia. Para nadie es desconocido que el amancebamiento entre la clase política y las altas cortes ha derivado en una de las justicias más corruptas del continente. La prensa ha divulgado con generosidad casos de tráfico de fallos en la Corte Constitucional —tan digna ella—, y nos avergüenza el denominado cartel de la toga en la Corte Suprema de Justicia. Ni qué hablar del Consejo Superior de la Judicatura, especie de premio de consolación para abogados cercanos a las esferas políticas, que utilizan este organismo como trampolín para alcanzar otros objetivos.
En suma, cuando la carta otorga semejantes poderes al Estado, los políticos hacen fiesta: la pobreza se bebe la cerveza, pero ellos celebran con whiskey en las rocas. Es un regalo del constituyente de 1991.
Pero la tendencia estatalizadora que genera más pobreza se puede observar en el artículo 334 de la carta. Con orgullo paternalista, la Constitución señala que la dirección general de la economía está a cargo del Estado, quien interviene en la explotación de los recursos naturales, en el uso del suelo, en la producción, distribución, utilización y consumo de los bienes, y en los servicios públicos y privados, con el fin de racionalizar la economía, en un marco de sostenibilidad fiscal, lograr el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y los beneficios del desarrollo y la preservación de un ambiente sano. Suena muy bonito y muy digno, muy “humanista”; pero lo que esta norma expresa en realidad es que los políticos son los amos y señores de toda la vida económica del país.
A este artículo, que parece redactado por Carlos Marx, debemos la circunstancia de que para casi toda actividad económica y empresarial en el país se deba pedir un permiso a algún burócrata. La empresa dejará de hacer el trámite oportunamente si el burócrata se encuentra en vacaciones, o en licencia, o en un encargo, en capacitación, o en reunión con el jefe: de nuevo el individuo sometido al poder del funcionario de turno, al poder del Estado. Hago énfasis en que esta norma constitucional le otorga al Estado —es decir, a los políticos—, el poder de dirigir la economía, cumpliendo el sueño de cualquier tiranía colectivizada, de dirección central, con aliento socialista, que haría relamerse los labios a José Stalin o a Mao Zedong. En otras palabras, gracias a la carta de 1991, los políticos tienen el poder de dirigir e influir en casi todas las áreas de nuestra vida, en representación del gran Estado protector. Al Estado se le otorga el papel de meter la mano —no solo las patas— en toda la actividad económica, de modo que el político funge como interventor, distribuidor, regulador, productor, generador de la actividad económica, y un largo etcétera. Son, pues, nuestros salvadores.
El objetivo de este enorme poder dado a los políticos es, de acuerdo con la Constitución de 1991, mejorar la vida de los habitantes, distribuir equitativamente las oportunidades del desarrollo, generar pleno empleo, entre otros, en un marco de sostenibilidad fiscal. Se oye bastante romántico. Pero nada de esto es cierto. Nada de esto se cumple. Y la evidencia me parece irrefutable. Si el objetivo de la carta fue promover la prosperidad general, ¿a qué se debe que hoy los políticos se gasten alrededor de 72 billones de pesos del dinero de todos los contribuyentes en subsidios y programas a la población más “vulnerable”? Se debe, simplemente, a que el esquema planteado en la Constitución no genera prosperidad, sino que mantiene la pobreza, pues es obvio que un Estado que reparte semejante dineral cada año no está saliendo de la pobreza, sino estancándose en ella, y convirtiéndola en un mal endémico, lo cual aprovechan los políticos para ganar votos entre los más pobres.
Mi conclusión es que la carta magna favorece un esquema perverso: por un lado se reparten dádivas, en cumplimiento del Estado social de derecho; mientras que por otro se aplica un sistema económico que perpetúa la necesidad de seguir otorgándolas. Al gran hermano de la Constitución de 1991 no le interesa eliminar la pobreza, sino sólo aliviarla un poco, para poder lucrarse políticamente de ella. Y ningún político conocido opera por fuera de este esquema.
Pero tampoco se cumple el objetivo de la sostenibilidad fiscal, y esto es claro, pues los políticos, para ganar votos, empiezan a gastar mucho más de lo que el Estado percibe: prueba de esto es el déficit fiscal que alcanza la suma de 25 billones. ¿A quién se le ocurriría dejar el manejo financiero de su hogar a un político? Sin embargo, permitimos que los políticos manejen el presupuesto de todos. Como el erario, en verdad, no les pertenece, los políticos también gastan el dinero nuestro en cosas realmente inútiles: según una nota publicada en las 2 orillas, los alcaldes de las últimas 4 administraciones de la ciudad de Bogotá se gastaron cerca de 670 mil millones de pesos en publicidad: todo gobernante tiene su ego, y usa el presupuesto público para alimentar su dosis de narcisismo, con el dinero de todos. Y esto es legal, y auspiciado por el sistema creado por la Constitución.
Cito otro ejemplo lamentable. Para el mejoramiento de la vida de los habitantes del país, la carta magna establece un sistema tributario “progresivo”, según lo expresa en el artículo 363. Esto significa que a las personas o empresas que más riqueza generan, más impuestos les cobra el Estado, es decir, los funcionarios de la Dian. Es un sistema tan absurdo como si al mejor estudiante de una clase los profesores le restarán puntos de la nota al final del período. ¿Quién querría ser el mejor en esas condiciones? El sistema tributario progresivo aparece entonces como un mecanismo sancionador que recae sobre las empresas y personas que más generan empleo y riqueza, situación que se traduce en un factor que desincentiva tanto la generación de empleo como la inversión de capital, e impide que se logre el crecimiento económico, que según el consenso de la doctrina económica liberal, apoyado en la evidencia empírica, produce el gran escape, la salida de la pobreza.
Otro regalo de la carta de 1991 fue establecer los principios de un mercado laboral rígido, costoso en todos sus aspectos y violatorio de la libertad contractual, los cuales se pueden leer en el artículo 53 superior. El resultado de esta dogmática del trabajo es un alto desempleo, y la aparición de un factor adicional que desestimula la contratación laboral formal. Simplemente es muy costoso contratar trabajadores.
Una consecuencia trágica de la deificación del Estado a cargo de la carta de 1991 es la propia deificación de los políticos, que ante la muchedumbre aparecen como hombres y mujeres traídos por la providencia.
Preveo que en un país organizado institucionalmente para producir pobreza la universidad pública nunca será rica. Pienso que los estudiantes universitarios, enarbolando con ilusión a los profetas de la pobreza —Marx, Fidel Castro, Ernesto Guevara— no han discernido el papel que están llamados a cumplir en la Colombia actual. No saben que no pueden esperar más recursos que aquellos que el gran hermano permite generar. No saben lo que piden. Piden una aspirina para el dolor de cabeza, cuando todo el cuerpo es el que necesita una cirugía invasiva y sanadora. Quieren aliviar el síntoma, no eliminar las causas de la enfermedad.
Me preocupa que en un Estado construido para administrar la pobreza, en un ambiente de altas demandas sociales, con una profunda polarización política, se consolide un líder voraz que arrase con la poca y frágil democracia que hemos edificado. Un redentor de los pobres, un demagogo que profundice más el esquema económico pauperizador que diseñó nuestra carta, y que hunda a la sociedad, no ya en la pobreza material, sino en la esclavitud de la bolsa de comida y el carnet de la patria, a la colombiana. Eso no es imposible. Antes de que llegue semejante noche oscura, debemos aprovechar el día para hacer las reformas que impulsen al país al verdadero desarrollo, mediante unas reglas de juego que minimicen el papel del Estado en la vida de las personas; que les permita, antes que depender del brazo del Estado, pararse sobre sus propios pies, como lo dice Gloria Álvarez, y mirar al futuro en una sociedad que valore la verdadera libertad, la verdadera dignidad.