Con cara de pensionado que no soy, pero sí a punto de serlo, camino en diagonal por la otrora plaza mayor de los caleños: la emblemática plaza de Caicedo de Cali. La plaza que en otro tiempo fue el sitio obligado de encuentro de la caleñidad. La plaza que se encuentra enmarcada dentro de la retícula urbana compuesta por las calles 11 y 12 entre las carreras 4 y 5. Esta misma plaza, inesperadamente, mutó a ser un prostíbulo a cielo abierto.
¡Este insigne espacio urbano se ha convertido en eso! En ella deambulan mujeres y también hombres, ofreciendo servicios sexuales. Las tradicionales bancas son ocupadas, no por los desempleados o los jubilados como otrora, sino por desorientados migrantes venezolanos, que con sus cobijas, maletines, ruinosos enseres, colchonetas y niños de brazos, ven dónde hacer nido para pasar la noche. Completan el dramático cuadro locos, atracadores, mendigos y drogadictos que pululan en la plaza de Caicedo, lugar que se encuentra totalmente tomado.
Los otrora adultos mayores que permanecían sentados en una silla y tenían una mesita de madera y, encima de la mesita, una vieja máquina de escribir de marca Reminthon fueron desplazados, desaparecieron. Con su máquina de escribir elaboraban todo tipo de memoriales, declaraciones de renta y declaraciones extrajuicio para llevarlas a autenticar a la notaría más cercana. Todo esto es parte del pasado, se fueron con su máquina a otra parte.
No me sorprende ni me escandaliza el uso que hoy se le da a la plaza de Caicedo. Es la dinámica de los nuevos tiempos: la movilidad y el caos social pululan, producidos por políticas que cada día acentúan más las desigualdades y las diferencias abismales entre clases. Lo que se cosecha allí es la insana lógica que nos plantean las políticas neoliberales: una exigua clase cada día más rica y una multitud de gente cada día más pobre. ¿Por qué? Por el hecho de haber propugnado por menos intervención del Estado y aupar el deshacerse de los preciados activos de propiedad de todos, disminuir el tamaño del Estado para entrar a favorecer a un despiadado sector privado y financiero, propiciadores de la corrupción administrativa, electoral y que muchas veces hasta evaden su sagrada función de tributar.
Pero indudablemente tienen éxito en ese propósito: ¡Felicitaciones! Han hecho del miedo una arma excepcional en la intimidada política, pues desafortunadamente, son los mismos pobres los que llevan a la cumbre del poder a quien los oprime. Es de esperarse y presupuestarse que lo que era inimaginable ayer sean ostensibles hechos reales hoy. Es por eso que urge un cambio inmediato.
Ufffff, me estaba como desviando, retornemos al carril desideologizado.
―¡Hey, ¿para donde vas, mi Chamo?!
Me llama con insistencia una muchacha en minifalda, con acento venezolano, consuminedo un caneco de chirrinchi o aguardiente callejero barato.
―Niche, te invito a que hagamos cositas ricas, no te arrepetirás.
Me dice otra muchacha rolliza, de ajustados bluyines y exuberantes tetas, mientras sigo caminando en diagonal y llego al busto de Caicedo y Cuero.
―Adiós, mi negro lindo. ¿Vas a cobrar la pensión? No te olvides de mí, que yo no me olvido de ti. Yo te acompaño a retirar al cajero.
Me dice una negra inmensa y acuerpada que ofrece sus encantos por un rato. La negra se encuentra acompañada de otra mujer muy joven, que igualmente se me ofrece.
―Podemos hacer un trío, mi viejo lindo. Me llamo Jennifer, me insiste la otra.
Mi intuición, que no es cualquier cosa, que es la que me proporciona los muchos años de calle, imagina que son "Tomaceras".
Las "Tomaceras" son mujeres que con base a engaños te cautivan, te dan la toma y luego apareces deambulando por una carretera sin camisa, en calzoncillos, descalzo, sin saber quién diablos eres. Te dieron la toma. ¡Te dieron burundanga! Si estás de buenas vuelves a recordar. Si no lo estás, te quedas en el viaje, como se quedó Noé, el Boquinche de Junín que se quedó en el viaje después de una orgía de hongos en Pance y hoy, luego de 50 años del suceso, maneja un imaginario carro en reversa. Las Tomaceras rondan en el centro de Cali y si es día de cobro de pensión, con mayores veras.
―Papi, llévame contigo, el hotel está aquí a la vuelta ¿Vamos o qué? ¡Animate, ve!
Es un travesti pintorreteado con unos excesivos ademanes femeninos, inmesos tacones con plataforma, unos voluptuosos senos postizos y, simultáneamente, fuma un grueso porro de marihuana. El marica me llama con insistencia.
Es el día viernes 30 de abril. Todos coinciden y presumen que voy a cobrar pensión, las colas interminables en el Banco Popular lo delatan: decenas de Pajes de dudosas financieras autorizadas reparten volantes buscando que empeñen la pensión de por vida. Los nietos, en un inesperado arranque de amor y solidaridad con el abuelo, que en otros días ni lo voltean a mirar, ese día, ese preciso día, sí acompañan al viejo al cajero. En este, su día mágico. Los viejitos acompañados de amantes jóvenes hacen cola, los acarician y los "chocholean" con vehemencia.
―Como estás de bello, papito lindo― les dicen.
¡Linda la billetera! Los hijos e hijas adultos también están pendientes y, por supuesto, las putas y putos de la plaza de Caicedo ya olieron, ya olfatearon y están albototadas y alborotados: es inicio de mes y es vox populi el pago de pension. Ese sagrado pago que mueve las masas y la economía.
La plaza de la Constitución, como se le llamó hasta 1823, y luego denominada plaza de Caicedo, en honor del prócer vallecaucano mas no valluno (fastidioso término que se inventaron los paisas) Joaquín de Caicedo y Cuero; la hermosa plaza de Caicedo, circundada por joyas arquitectónicas como el Edificio Otero, el Palacio Departamental y la Catedral, hoy es un relajo grande, un sitio donde se congrega la delincuencia, la prostitución, la mendicidad y los informales que buscan ganarse la vida vendiendo un nauseabundo aguacafe, unas gigantescas empanadas en trance de descomponerse, un calentado de fríjoles que dejan muchas dudas, unas papas rellenas surtidas seguramente de sobras, unos aborrajados ennegrecidos por el sol y el humo de los carros, deditos de queso, bolsas de agua adulteradas y lustrabotas que me imagino fungen de campaneros. La plaza de Caicedo hoy es un gran prostíbulo a cielo abierto. Ya no es lo mismo.
Camino por ella de manera desprevenida como lo hice por muchísimos años, pues tuve oficina en el Edificio Colseguros, Edificio Banco de Bogota y Edificio Zaccour; todos estos edificios hitos arquitectónicos del centro de Cali. Allí permanecí toda la década de los años ochenta y los noventa, estuve casi por un espacio de 20 años. Conocí todos los abogados, contadores, ingenieros, que igualmente tenían sus oficinas en estos tradicionales edificios. En el centro hice magníficas amistades y estreché vínculos indisolubles e incomensurables.
Tomar tinto en el Café Tabú era un rito infaltable. Conocer las mañas y tener identificados a los ladrones de bolígrafos era una obligacion: con un manojo de cuerdas de nylon y después de prefabricar un fingido choque con la víctima, te sacaban el bolígrafo del bolsillo en un santiamén. Se llegaba tanto a conocerlos que no se metían con uno; por el contrario, nos saludaban amablemente. A los loteros, vendedores de lotería, unas auténticas y otras chiviadas, también había que tenerlos identificados, pues podrías ganártela y luego no poderla cobrar. A Pedrito, que vendía lotería chimba, le coincidió: fue tan de malas que se la ganó un mafioso y tuqui tuqui lulú; jamás volví a ver a Pedrito.
El mudo, el Pastuso, el Diablo eran los "embellecedores" de calzado o emboladores, reconocidos y tradicionales en la carrera tercera. Ir a comer pasteles de carne en Coma y Punto, pasar por la Catedral a saludar y recibir la bendición del Santo Barón, padre Alfonso Hurtado Galvis, pasar por el Edificio Piel Roja a saludar al doctor Néstor Raúl Charrupí o quedarme charlando en la carrera tercera con José Paleto, Chingolo, el Indio Montes, el Sardino o el doctor Guillermo Galindo, el viejo Gali... Hacía todo esto por la mañana en el entorno de la plaza de Caicedo.
Hoy volví y estuve toda la mañana en el centro de Cali. Había barullo en la plaza, cogestión típica del medio día sobre las carreras Cuarta y Quinta, muchos carros que transitan en sentido contrario, pitos y smog: esa nube baja que se forma con la emision de dióxido de carbono, ese ambiente que embriaga y te hace un auténtico caleño.
Es viernes 30 de abril y yo estoy en el centro de Cali. Almorcé, llegó la tarde y todavía en el centro. Dos días anteriores, 28 de abril, Cali había estado en llamas. Ese día ardió Cali. El paro indefinido empezaba y los destrozos se evidenciaban: sedes bancarias destruidas, almacenes y supermercados saqueados, vitrinas rotas, el Hotel la Luna en llamas, igual que el Edificio Calero en pleno centro de Cali. Sobre la emblemática calle Quinta el transporte masivo MIO estaba totalmente destruido en sus estaciones. El huracán Colombia aterrizó, destruyendo todo lo que encontraba a su paso. El estallido social había llegado con la activa participación de la juventud. Se establecieron nueve puntos de Resistencia, estuve presente en la inauguración del monumento a la Resistencia, en Puerto Rellena, cerca del Barrio Villa del Sur o, como lo llamamos los veteranos, Periquillo. Este tradicional sitio fue rebautizado como Puerto Resistencia y fue un punto de bloqueo impresionante. Nunca se había visto a mi Cali tan convulsionada.
La ciudad había quedado bloqueada. La insurrección de la juventud fue histórica y heroica; igual de histórica fue la represion como respuesta estatal: ese día hubo mas de 25 muertos en Cali. La narrativa estatal apuntaba no a solucionar una problemática estructural, sino a inocular en el inconciente colectivo que todo era producto de unos vándalos; por lo tanto, había que criminalizar la protesta. ¡Eso funciona!, y más si sus cajas de resonancia, los noticieros, cumplen con su tarea. En cambio, yo pensé que la revolución soñada en los años setenta por fin había llegado.