Canto I.
La cólera de Paloma
Canta, oh diosa, la cólera de Paloma, la de los ojos de lince, cólera funesta que ocasionó infinitos males a los mismos de su raza y puso en agitación a tantos ilustres varones de la patria. Se cumplía con ello el designio fatal de uno de los mayores héroes del Olimpo, el gran Jijijí, quien había jurado no dejar su puesto en el Olimpo hasta que cayera el último de los enemigos de su reino. Paloma, apoyada en su áureo trono, sacudiendo su negra cabellera y guiada en espíritu por el padre de los dioses quien la miraba sereno mientras masticaba maní o habas a su lado, pronunció estas aladas palabras:
-¡Ciudadanos ilustres que me escucháis y compatriotas de preclaras mentes! ¡Que los sabios dioses no permitan que quede sin castigo aquel que recibió el rico botín de áureas y rutilantes monedas con las que intentó despojar del poder a los sempiternos partidos que durante doscientos años han dirigido sabiamente los destinos de la patria.
Así habló y sus luminosas palabras fueron secundadas por los vítores y aplausos de todos los héroes que la escuchaban hasta el punto de que el semidios Pulgarcito decidió cerrar la reunión que se celebraba al filo de la noche para impedir que se rebajara el ánimo de los guerreros que, de pie y firmes sobre las playas del anchuroso mar, ansiaban entrar en combate contra Petrus, la díscola polis de más de ocho millones de ciudadanos amantes de la libertad, que se habían rebelado contra los eternos dioses.
Canto II
Los héroes
Cerradas las áureas puertas del Olimpo, todos se fueron a descansar en brazos de Morfeo, el dios de apacible sueño, a sus mullidos lechos. No obstante, Zeus, el benevolente padre de los dioses, el dueño del rayo, no probó las delicias del sueño sino que, decidido a terminar cuanto antes la destrucción de la vasta ciudad de Petrus, y castigarla de todas sus faltas como escarmiento para que en toda la redondez de la Tierra reinara la paz, dedicóse con inusual denuedo a idear un plan que rindiera sus deliciosos frutos antes de que el sol girara sobre el naciente e iluminara con sus rayos el azogado mar. Una vez concebido su infalible designio convocó al mensajero de los dioses, al de las sandalias aladas, el veloz y querido Hermes, para que alertara a los héroes de todas las islas y se aprestaran al combate. El divino mensajero recorrió el éter entero, el anchuroso mar y toda la extensión de la negra tierra y cumplió honrosamente con la misión que le había sido encomendada por el mayor de los dioses. Estos fueron algunos de los convocados:
De las breñas cafeteras bajó el tronitante y belicoso héroe Invercólico acompañado de una comparsa numerosa de ruidosos guerreros.
De las lejanas montañas del vellocino de oro bajó el denominado ejército de los caracolquianos, solapados combatientes y aventureros famosos por su ambición del oro lo mismo que por su atrevimiento con las palabras y las expresiones y con secretos pactos y solidaridades con los dueños del Olimpo que les daban estabilidad y regocijo.
Del reino de las llamadas Mañanas Azules bajaron pendencieros héroes que, cansados de combatir y agredirse entre ellos, guiados por el tremolante penacho del imprudente Néstor, se aliaron y en consonancia perfecta se aprestaron a la lucha.
De los últimos oscuros laberintos de El Tiempo y el espacio, animados por su sarmentoso jefe, íntimo amigo del gran Jijijí, llegó una estela informe de anónimos guerreros cuyos alaridos tumultuosos les daban el valor que no tenían para enfrentarse solos a los guerreros de la ciudad de Petrus.
De las altas tierras de los errecénidas bajaron prestas las hordas de atrevidos mamelucos que habiendo sido ilotas durante siglos fueron convertidos en soldados de la causa como premio a sus servicios a los olímpicos dioses.
De las llanas y alegres tierras vallenatas llegáronse multitud de hombres y mujeres entre los que descollaba un desafinado cantor de opereta, cuyas excentricidades de mafioso impune fueron abandonadas momentáneamente para ponerse al servicio fiel de los olímpicos.
Sería imposible, como imposible es contar las arenas del anchuroso mar, enumerar a los guerreros que se aprestaron para provocar la caída definitiva de la mítica ciudad de Petrus, la díscola polis de más de ocho millones de ciudadanos amantes de la libertad, que se habían rebelado contra los eternos dioses. Los que se preparaban para atacarla eran innumerables como las estrellas del firmamento en la iluminada noche, que un inspirado aeda gastaría más de una Semana en describirlos y preferiría perder por W.
Canto III
La reunión en el Olimpo.
Convocó Zeus, el que amontona las sombrías nubes, con el silencio de su sereno ceño, a todos los dioses y semidioses del Olimpo y a los héroes venidos de todas las islas que se disponían para el combate, para que se enteraran de sus inapelables designios. No tuvo que decir palabras pues el eterno entre los dioses hablaba a los corazones y todos entendieron su divinal mensaje. En su diestra se mantenía, expectante, el rayo que podía aniquilar a los mismos inmortales y a todos los mortales que contrariaran los misteriosos meandros de su pensamiento.
Luego del silente mensaje de Zeus, el que agita las torrenciales lluvias, toda la asamblea de olímpicos quedóse en sideral mutismo. Entonces, conmovida, Paloma, la semidiosa de los ojos de lince, tornó a hablar de nuevo y pronunció estas aladas palabras que parecían expresar fielmente los recónditos pensamientos del padre de los dioses:
-¡Los cimientos mismos del Olimpo se estremecen en estos desventurados momentos y el pavor cunde entre los inmortales así como entre los hombres fieles que nos prefieren. Las indiscretas acciones del reino de Odebretch son la causa de tan nefastos males. Necesario es buscar un culpable para desviar la mirada de los hombres. Que se cubran con intrincado manto esas indiscreciones pasajeras y que se señalen como inexcusables e incaducables crímenes las faltas de los habitantes de Petrus, así se trate de veniales trasgresiones. Que se saque de donde tenga que sacarse todo el acervo probatorio; que vayan los mensajeros a las ergástulas del Olimpo, a los denigrantes antros y a las malolientes sentinas de tolerancia a buscar y hallar a quienes pudieran dar testimonio contra Petrus. Se les defenderá y se les garantizará perdón y olvido a sus abultados expedientes con tal de que contribuyan a la caída de Petrus, ciudad de terrorífica rebeldía a las sempiternas deidades olímpicas!
Así habló y todos acogieron sus palabras. Nadie respondió al mensaje de la divina semidiosa de ojos de lince pues había sido pronunciado con inigualable elocuencia y estentórea voz, como el rayo que fulmina la negra tierra cuando la oscura tempestad se cierne sobre los campos.
Así como el jabalí se lanza impetuoso sobre su presa en el intrincado monte, así se lanzaron con sinigual brío todos los encargados de difundir por todas partes el designio del eterno fertilizador de los campos: errecénidas, caracolquianos, guerreros de las islas Tiempócratas, invercólicos expertos en las más oscuras y siniestras artes de la demagogia, mañaneros azules, dobleuyanos y semanófilos, todos, todos los aliados, como dieron en llamarse a sí mismos los amigos de la oclocracia olímpica, todos en manada, como un ejército de bárbaros que se lanzan contra una indefensa aldea, se dedicaron a organizar y a garabatear y emitir mensajes edulcorados hacia las liviandades de los odebretches al tiempo que acidificaron en extremo, con regocijante perversión y taimadas palabras hasta los inescrutables pensamientos de los habitantes de Petrus. Los acusaron de crueles bajezas; les atribuyeron las peores intenciones; les recordaron, reinventándolo, su pasado; ocultaron muy bien el propio, y gritaron conmovidos sobre la necesidad de salvar los reinos aliados del Olimpo.
Canto IV
El combate
Puestos en orden de batalla, cada grupo con sus respectivos jefes, los ejércitos olímpicos avanzaron en medio de incontenible algarabía, cual las aves de las selvas al despuntar el alba y adivinarse el sol tras la montaña. Solo faltaba en el campo de Marte, el olímpico Jijijí quien, asustado como el ciervo que huye acosado por un león hambriento, se había escondido tras un estrado del Olimpo, a la sombra del eterno Zeus.
Semejante al viento que sopla desde las cumbres extendiendo la densa niebla sobre los misteriosos montes, así era de terrible la tempestad que levantaban las voces de los guerreros venidos de todas las islas contra la ciudad de Petrus, la díscola polis de más de ocho millones de ciudadanos amantes de la libertad, que se habían rebelado contra los eternos dioses.
Como el león hambriento que encuentra, mientras huye de una manada de búfalos, el exquisito y fresco cadáver de un ciervo de enramadas astas y se detiene a devorarlo, así se lanzaron todos contra Petrus, enarbolando sus lanzas, disparando sus arcos y agitando sus afiladas y broncíneas espadas. Así como el campesino que al avanzar por su sembrado en un día de ardua labor descubre sobre la zanja del surco una serpiente enroscada a punto de lanzarse contra su humanidad, y se detiene y retrocede víctima del pavor por el inesperado y pérfido ataque, o así como un grupo de soldados que avanzan desprevenidos y confiados, de repente son víctimas de una inesperada emboscada y se dispersan para protegerse, así se replegaron los habitantes de Petrus para tratar de entender la situación. La lluvia de saetas que cubrió el despejado firmamento de Petrus, lo oscureció de pronto como las flechas de los persas dirigidos por Darío oscurecieron el campo de las Termópilas. A su vez, las lanzas, en arrebatado remolino, arrasaban las defensas de los petruscos y los primeros combatientes trepaban ya por las murallas derruidas por los arietes, para tomarse la ciudad rebelde.
Ante la desconsiderada ventaja total de los Olímpicos que no repararon en gastos para esta guerra, los petruscos entendieron que solo podría salvarlos de la destrucción total la Corte Suprema de los Celestes, un cuerpo de jueces supuestamente justos que oficiaba en el Olimpo como el guardián supremo del cumplimiento de las leyes. Aun cuando en ocasiones el mismísimo Zeus quiso eliminar de su reino a la Corte Celeste por sentir que su poder como soberano no era absoluto, se abstuvo, no por falta de deseos sino como estrategia para dar la sensación de ser un dios benévolo y paternal.
Así como los romanos, como venganza, derruyeron la ciudad de Cartago hasta que no quedó piedra sobre piedra y luego la cubrieron de sal, así los guerreros venidos de todas las islas bajo dominio del olimpo, acabaron con la ciudad de Petrus. Las heridas causadas a sus habitantes permanecerán abiertas y sus atacantes las escaldarán constantemente con sal.
El semidios Jijijí salió de su escondite a reclamar la victoria cuando el sol se ponía y se había disipado ya la polvareda del combate.
Llegará un día —como dijo Homero— en que el Olimpo, el lugar de los dioses, también perecerá. Porque la historia es inflexible como el hacha que desciende sobre el crujiente tronco.