El pasado 14 de enero del presente año tenía programado un vuelo en la aerolínea Interjet, desde Bogotá (Colombia) a Vancouver (Canadá), con escala en Cancún (México) de 6 horas. Sin embargo, llegué el 17 de enero en la madrugada por las contingencias que les voy a comentar.
En primer lugar, la emoción nos embargaba, ya que regresamos otra vez a esa hermosa ciudad y, sobre todo, porque iba por cuestiones de trabajo y ocio. No obstante, desde que llegamos al aeropuerto de Bogotá comenzaron los desafíos. En efecto, iniciamos con un retraso de 10 minutos para que nos recogiera el bus que nos llevaba al avión, luego de ello comenzó el pandemonio.
Precisamente en el vuelo de Bogotá a Cancún todo iba muy bien, las azafatas amables, el piloto igual, pero cuando estaba esperando el segundo vuelo, de un momento a otro sale en la pantalla que había sido cancelado por el clima. Sin embargo, otra aerolínea que iba también para Vancouver a una hora parecida realizaba el proceso normal y en la ciudad de Vancouver el reporte del clima establecía que estaba nublado. De igual modo, en Cancún estaba lloviznando, pero era evidente que todo funcionaba normal dado que llegaban y se iban aviones sin ningún contratiempo.
De un momento a otro, los canadienses comenzaron a ofuscarse, ya que la aerolínea no respondía y repetían el clima, el clima... hasta que nos dijeron que bajáramos al primer piso y habláramos con el supervisor. Pasaron 1,2, 3, 4 horas en las cuales nos enviaban a todos los lugares y nadie ponía la cara. En una de esas yo me enojé y les dije que era una falta de respeto que nadie nos ofreciera una explicación y que además no sabía qué hacer en una ciudad que no conocía, que no tenía pesos mexicanos... sin más, uno de los asistentes del primer piso me respondió que no era problema de la aerolínea, que era por el clima. Eso nos ofusco aún más y con los cubanos y mexicanos comenzamos a alegar, pero era irrelevante en virtud del desdén que nos hacían.
En esas, una de las pasajeras de nacionalidad canadiense, embarazada de 7 meses, tuvo un breve colapso, cayéndose al piso. Sin embargo, a nadie le importó, se hicieron los de la vista gorda para que nos enojáramos aún más. De igual manera, para que nos dieran las maletas fue otra odisea, nos mandaron a inmigración, a la asistencia del primer piso, al abordaje, hasta que por fin después de cinco horas de vaivén nos la regresaron.
Mientras tanto, gracias unos mexicanos amables, Ana Karen Padilla y Diego Padilla, que eran compañeros de la odisea, supe que la aerolínea tenía un viaje para el 17 de enero a las 00:50 desde México D.F. a Vancouver, y dado que tenía que estar como mínimo por la mañana en Vancouver tuve que tomar el de México D.F. y quedarme dos día allá de mi bolsillo. Claramente la negligencia de la aerolínea fue tal que no nos ofrecieron ni un vaso de agua, no nos pagaron el hotel, lo consumido ni los otros gastos en los que tuvimos que incurrir.
Sin embargo, y ya para terminar, pasó algo hermoso: los mexicanos sobre los que les comenté en el otro párrafo me dijeron que ellos tenían hospedaje en México D.F. con sus tíos, con el señor Hermosillo, que si quería, y dada la cara de preocupación que tenía, me podrían ofrecer el sofá y yo sin nada que perder les di un rotundo sí.
Me dirigí con mis nuevos amigos para México, donde estuve dos días y tuve la oportunidad de quedarme en la casa de unas personas maravillosas que me ofrecieron su hogar como su oído, ya que esperar tantas horas en un lugar que no conocía, sin dinero y con mucha rabia fue recompensado con amor, con humanidad.