"Llamémosle N al presidente, así nos ahorramos el IVA" (Anónimo).
Hay personas que a pesar de saber hacer bien un oficio, de contar con título profesional, de realizar posgrados, casarse, tener hijos, en fin, en su vida útil no han podido disfrutar de vacaciones pagadas o demás prestaciones sociales, beneficios laborales ni derechos fundamentales del trabajo; para ellos una prima es un familiar y nunca han sabido lo que es una cesantía, pero sí que es estar cesantes, sin ahorro alguno. Durante varios años, después de terminar la carrera profesional, los que pudieron, o de ocuparse en la economía, a muchos nos ha correspondido la oportunidad de trabajar con entidades públicas, agencias, organizaciones no gubernamentales, empresas, universidades, etc, asumiendo un contrato de prestación de servicios. Esta figura es el símbolo de la desigualdad y de la falta de libertad política en Colombia.
El presupuesto del Estado no alcanza para vincular con trabajo decente a la administración pública a todas las personas que desarrollan actividades públicas o, por su carácter temporal, a los proyectos que se ejecutan. Además, la carrera administrativa ha tenido poca evolución, desde la Constitución de 1991, al punto que, en muchas de las entidades, la plantas deberían llamarse de provisionales. Por su parte las empresas, industrias y demás sociedades y entidades en exceso acuden al trabajo flexible, al outsourcing o a la subcontratación. En ese contexto, se ha hecho uso del contrato de prestación de servicios, de carácter civil o comercial, mediante el cual, algunas personas obtienen oportunidades de empleo y otras personas naturales y operadores privados optan por relacionarse con el Estado. El modelo perfecto para el paralelismo en las nóminas, la tercerización y el relacionamiento clientelar.
La persona sin darse cuenta va entrando en una red de un sistema perverso, que no le permite crecer como trabajador ni desarrollarse como profesional, basado en el agradecimiento por el enganche o en la transacción, en el favor con favor se paga, que lo lleva a asumir cargas que no le corresponden, con sus actividades planteadas, ni deben soportar, como por ejemplo, salir a repartir volantes, a cuidar votos, a conseguirlos, a comprarlos, a recoger firmas, a calentar puesto en reuniones políticas, arreado con los símbolos del político de turno, a decirle dotor a cualquier hijo pródigo y hasta a hacer sus diligencias personales, a trabajar sin estar contratado, en los lapsos de paro, porque si no lo ven, no se nota el compromiso y otras frases por el estilo. Además, en la maraña del proceso kafkiano administrativo, los amarran con contratos de 3 meses o menos, que se demoran otros dos más en prorrogarse o en renovarse, cuando se puede, por lo que para el contratista es normal trabajar y recibir honorarios, durante ocho pagos o meses al año, mientras, en los demás, lo realiza de manera voluntaria o, más bien, forzosa, sin contar con vinculación alguna, haciendo uso de los bienes e instalaciones del Estado, endeudándose con agiotistas, o acudiendo a colchones ficticios, que poco dan abasto.
Por su carácter particular, estos contratos basura, sin beneficios laborales, ni derechos del trabajo, establecen que no existe una subordinación, ni cumplimiento de horario, no obstante, a pesar de ser un contrato de prestación personal, sería normal que tuviera que estar presente el man de a pie, más horas de lo habitual, tanto en las actividades de sus cláusulas contractuales, como en las que van más allá, mientras aguanta el maltrato, la explotación, el acoso, el miedo a que lo echen o demás exigencias de quien lo “ayuda” con un contrato y se jura sobre las personas. Allí nada vale el contrato realidad.
Además de estas cargas informales e irregulares, vienen las impositivas. Con el agravante ahora del IVA, planteado para quienes reciben cerca de 100 millones al año, que no deben ser muchos, quienes, entre seguridad social, retenciones, parafiscales, estampillas, riesgos laborales, demás impuestos, contribuciones y pagos, verán diluirse los billetes de cerca de la mitad de sus honorarios.
En ese trasegar, se les va la vida a los contratistas, tapando un hueco para llenar otro. Entre el pago de arrendamiento (¿con qué garantías acceden a una hipoteca?), colegios, alimentación, servicios públicos, transporte y vestuario, porque como no hay vinculación laboral, tampoco uniformes ni instrumentos de labor y para rematar, entre contrato y contrato, terminan muchas veces en el infierno de las centrales de riesgo, frente a cualquier préstamo recibido o el otro coco, el de las libranzas. Convirtiéndose, per secula seculorum aquel man de a pie en un cliente, que, se los repito, ni siquiera es un ciudadano.
En un país en que la mitad de la población ocupada en Colombia son trabajadores por cuenta propia o independientes, si los congresistas dejan pasar este esperpento, se abre una compuerta, que, de seguro, le echarán mano, en una próxima reforma tributaria, para extender la base, a la mayoría de los contratos de prestación de servicios. Contratos basura, que, más bien, deberían considerarse como unas de las nuevas formas de esclavitud, sin embargo, para allá vamos y para muchos está será su única forma de sustento. Ojalá no fuera así. De esto le hablamos, viejo.