El célebre nobel de literatura Gabriel García Márquez describía en sus obras un bello terruño de la costa Caribe, a la cual el bautizó Macondo, un lugar donde lo inexplicable, lo extraordinario podía pasar, la tierra de lo mágico o como el mismo llamaría a su estilo literario: el pueblo del realismo mágico.
Santa Marta es similar a lo relatado por García Márquez, ya que resulta bastante inexplicable cómo es que una ciudad con tantos recursos, con tanto potencial económico hoy esté entre los primeros lugares en desempleo del país, la mayor parte de su economía depende de la informalidad y de que hoy se haya llegado al fatal punto de que las entidades gubernamentales hayan desplazado al sector privado entre los principales generadores de empleo en la ciudad.
Una realidad que a ojos del propio nobel sería absurda y caería en un disparate de magnitud incontables dada la hermosura, hoy en muchos casos desperdiciada de la que alguna vez fue, bautizada por un monje español enamorado de su belleza, la Perla de América.
Suena como un relato pesimista pero la verdad no distingue entre pesimismos u optimismos. La realidad suele ser más adversa de lo que muchos percibimos, aunque en el caso actual, los samarios poco a poco van captando la situación tal y como es. La economía se cae a pedazos y nadie dice ni hace absolutamente nada, la inversión se encuentra estancada mientras que la inmigración venezolana llega a torrentes y la pandemia del covid ya resquebraja las endebles bases de la economía distrital.
En las columnas anteriores, me he dedicado a describir los hechos, pero hoy trataremos de llegar a la causa primordial: ¿por qué la economía de Santa Marta está tan destruida teniendo uno de los puertos más importantes de América Latina y una Sierra Nevada que es una despensa agrícola sublime?
Las causas son estructurales, no es un problema reciente, la situación viene de años atrás y las causas van desde la inacción de los gobernantes frente a la enorme dependencia que tuvo la economía en algún momento con la ya extinta empresa United Fruit Company y luego con el turismo, hasta la falta de industria en la ciudad, aspecto que ciudades costeras como Barranquilla o Cartagena supieron alternar, entre turismo e industria como puntales eficaces de su estrategia económica.
La informalidad laboral es un problema que existe en la ciudad desde décadas atrás, un problema que en vez de solucionar ayudando a los comerciantes con problemas de formalización laboral y de exenciones tributarias para sus microempresas, los gobernantes se han dedicado a atropellar al vendedor informar y a pisotear sus derechos, no solucionando su situación y a su vez creando una animadversión de este hacia las autoridades públicas.
El problema de los gobernantes y en general de los votantes es la falta de visión hacia la ciudad, nuestro conformismo excesivo hacia lo que ya se tiene y nuestra negativa a mirar más allá, nuestra ceguera cuando vemos situaciones denigrantes como el pésimo estado del río Manzanares o la contaminación de nuestras playas y la aceptación de esa situación en una normalidad parásita, el samario en vez de amar su ciudad, la destruye y es una problemática estructural, antigua, y que reina por completo indistintamente de los estratos y de su estatus.
El samario no avanza por su misma ceguera, no tanto por sus gobernantes (al fin y al cabo, quien elige a los gobernantes es el ciudadano) sino por la sociedad en general, una sociedad que no trasciende ese pensar futurista que necesita la ciudad y que por el contrario celebra las pugnas políticas de espectáculo que reinan en el diario vivir.
Para poder entender la realidad, solo basta con quitarse las gafas empañadas y mirar la situación tal y como está, un gris oscuro torna a las bellas montañas y al mar terso en un océano de incertidumbre y dolorosa verdad, el samario merece una mejor ciudad, merecemos de una vez por todas que nuestro apodo, la Perla de América tenga validez y eso pasa por nuestro accionar, de nosotros depende que ya no seamos el Macondo entristecido.