Perestroika es una metáfora política que sirve para indicar la implosión de un imperio.
La perestroika soviética de 1989 se llevó por delante el imperio del socialismo burocrático, carcomido por los gastos militares nunca endosados a otras naciones. Antes ocurrió la tragedia nuclear de Chernóbil y esa fue la tapa de una crisis represada que alimentó el aventurerismo africano de la gerontocracia soviética.
Hoy estamos presenciando el derrumbe del imperio neoliberal global, representado por Trump. Su fosa está en Nueva York.
La peste del COVID-19 es su detonante, como ocurrió con la explosión nuclear rusa.
Cae un imperio, como cayó el Romano en el 500 d.C. y como se desplomó el dominio feudal en 1600.
Henry Kissinger no se la cree y en su ruina clama por el orden liberal que fenece.
Al neoliberalismo global gringo no lo destruyó tanto la peste como su quiebra financiera. La ruina de hoy es el cierre financiero de la aberrante ruta originada con el desplome de Lehmans Brothers en el 2008, cuando estalló la burbuja de las subprime (inmobiliaria).
Al neoliberalismo global no lo salva un neokeynesianismo de papel. Más emisión de dinero para reforzar la burbuja bursátil de nada sirve. Ignorar el sector real es su falencia por más planes Marshall que se esbocen en Bloomberg.
Entretanto y sin que muchos se percaten en Occidente, y menos acá, emerge la nueva formación social que se impondrá hacia el siglo XXI. Es la formación de la ruta de la seda como parte del plan del presidente Xi Jinping para el 2025 en preparación de los 100 años del triunfo de la revolución socialista liderada por el presidente Mao.
La evidencia de este auge es la eficacia del Estado chino en el control estricto de la pandemia coronavirus en Wuhan, ahora de regreso a la normalidad, mientras acá, atrincherados en nuestras casas, nos agobia una triple crisis: la sanitaria, la social y la mental.