La pérdida de la privacidad en un mundo de vigilancia digital

La pérdida de la privacidad en un mundo de vigilancia digital

En la era digital, la privacidad se desdibuja. Cada acción es monitoreada, y las redes sociales son el ojo invisible que vigila nuestras vidas sin tregua

Por: Lizandro Penagos
marzo 17, 2025
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La pérdida de la privacidad en un mundo de vigilancia digital

Decir que no te preocupa la privacidad porque no tienes nada que ocultar

 es como decir que no te preocupa la libertad de expresión porque no tienes nada que decir.

E. Snowden

En pleno ejercicio de sus facultades como alcalde de Tuluá, en el corazón de Valle del Cauca, Gustavo Álvarez Gardeazábal le respondió a quienes no estaban de acuerdo con su postulación a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, por su abierta condición de homosexual confeso y orgulloso, que él jamás había gobernado ni pensado con el culo.

Preclaro el tipo de El Porce, pero de nada le sirvió, porque a la postre no resultó electo entre los 70 constituyentes con voz y voto en la redacción de la nueva Carta Magna que aún rige nuestros destinos, con más remiendos, eso sí que los ropajes del más harapiento de los indigentes de Bogotá. Hoy una confesión de ese carácter y, de ese tipo, no asombra a nadie, pues en las redes sociales la intimidad se impone y la privacidad se expone.

En este mundo de siervos digitales —Colombia no tendría por qué ni cómo ser la excepción—, la vigilancia ya no es una cuestión secreta operada por agentes externos, sino una pulsión irrefrenable de la propia víctima que, entregada a los delirios del parecer y no a la conciencia de ser, sucumbe a la supervisión de los algoritmos que sin tocarlo lo esculcan y sin ordenarle lo manipulan y condicionan su vida.

No ha de saber la mayoría de los individuos que lo poco de toda su vida que aún no está expuesta de manera permanente al escrutinio digital, es la intimidad. Ese es el último refugio de anhelo libertario que le queda a la humanidad para no sucumbir ante las múltiples formas de vigilancia a las que somos sometidos, en cada instante, en cada espacio y todo el tiempo de nuestra existencia, que se vale de la confrontación permanente entre la búsqueda de la felicidad y la irracionalidad del mundo.

No es una nostálgica evocación de la filosofía del absurdo de Albert Camus. No. Hay información que medios y redes no deberían exponer bajo ninguna circunstancia, anclados en el ladino pretexto de que la vida privada de los seres públicos es un derecho de las sociedades. Excepto, claro, si el accionar íntimo de una persona que oficia como funcionario público termina por afectar los derechos de la comunidad, pero nada que no haga daño a terceros, debería exponerse en la picota pública.

Pero en tiempos donde los procesos se adelantan en los medios y no en los estrados, donde las condenas sociales son primero que las judiciales y donde se juega con las cabezas de los ajusticiados y las mentes de los desinformados, en la hoguera de las redes arde la reputación mientras que la integridad podría sacudir las pavesas.

Hay vigilancias contra las que no podemos hacer absolutamente nada. Por ejemplo, hoy en el mundo hay una cámara por cada tres personas. En la práctica, no hay un solo rincón del planeta que no esté siendo monitoreado por un ojo electrónico. ¿Y qué podemos hacer al respecto? Nada. En Colombia hay más teléfonos móviles que personas y cada que usted lo opera es monitoreado.

Basta un trámite de rutina para que las autoridades —y supone uno que también la ilegalidad— tengan a su disposición la trazabilidad de todos sus desplazamientos, de todas sus compras, de todas sus consultas, de todas sus fotos, de todas sus llamadas; de todo cuanto usted puede hacer con ese grillete moderno. Al margen, claro, de sus publicaciones, que a voluntad informan sobre sus gustos, sus preferencias políticas, sus lugares, sus amigos, su familia y un etcétera tan amplio como la cobertura.

En las calles de su pueblo o de su ciudad, en el trabajo, en el estudio, en medio de la diversión y hasta en los moteles. ¡Vaya a saber usted que sea una estrella del porno en algún remoto país de la geografía del cuerpo y sus debilidades! Cuando está al frente de su portátil o de su tablet o de su televisor —inteligentes todos ellos, menos usted, tal vez— es monitoreado por un algoritmo, por una máquina programada que procesa la información con una única intención: adquirir o sostener el poder, cuyo eslabón más importante es el económico.

Cuando pasa por un peaje, o por una cámara de fotodetección vial, por el escáner de un aeropuerto, en el parqueadero, en el carro que lo conduce a su destino sin saber por dónde va, cuando pone su huella para ingresar al museo o al metro, al registrar su iris en Migración o cuando introduce la tirilla de compras en el súper con la intención de ganarse el premio y lo único que ha hecho es engrosar una base de datos que puede ser vendida al mejor postor. Tenga esto claro: ningún momento suyo es privado, salvo su intimidad.

El viejo Twitter hoy X, es el repositorio de todas sus opiniones. De su pasado de aciertos y de yerros. Las redes hacen la tarea de su memoria y le recuerdan casi todo lo que usted permitió que ellas supieran. Nada escapa al mundo del espía invisible, del ojo avizor que registra cada acción y hace dudar incluso que pueda revisar hasta nuestros pensamientos. Pero no, lo que se piensa está a salvo, sí y solo sí, usted no entrega información que permita un juego de probabilidades. Me explico: si está pensando en comprar algo y averigua con insistencia digitalmente, ya perdió. No solo le llegará información a borbotones, sino que el precio para usted será diferencial. En un hecho sin precedente en la ciencia ficción, la Inteligencia Artificial aprendió una cualidad humana hasta hace poco infranqueable: a cobrar según el marrano. Si herí su susceptibilidad y siente indignación ante la confesión, su hipersensibilidad es apenas otra jugada de las implicaciones que la IA ha confeccionado sobre su atribulado poder de decisión.

Basta una aplicación gratuita para saber dónde está el teléfono de su pareja y otra más para clonarlo y saber cuándo marca determinado número y en qué momento transfiere dinero o comparte un video o envía una fotografía. Y una un poco más sofisticada para crear una voz y hasta una imagen que pregunte lo que usted quiere saber y engañar entonces al que engaña, que es sin duda doblemente entretenido.

¿Cuál es entonces el camino más seguro? Decía mi papá, como dicen los dietistas, cierre la jeta. Pero en redes sociales hacemos lo que necesitan los dentistas, abrir la jeta sin limitaciones. Pero, así como a Gardeazábal su homosexualidad le importaba un rábano para gobernar, es probable que a usted todo esto le importe un culo.

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