Terrible barbarie la de los niños masacrados en Caquetá que vuelve a poner sobre la mesa el debate de los castigos para delitos atroces, especialmente aquellos que tienen algo que ver con la niñez. Acepto, y más, aplaudo, la cada vez mayor presión de la sociedad civil y de los medios de comunicación para que el Estado tome cartas en el asunto, y se establezcan mecanismos que ofrezcan mayor efectividad en la lucha contra este tipo de delitos. Sin embargo, creo que no es aceptable la pena de muerte para una sociedad que, como la colombiana, está acostumbrada a la maldad.
Podría decirse, en principio, que como la sociedad colombiana ha sufrido el mal de la brutalidad durante tantos años, debe haber un remedio, igualmente brutal, que pueda aliviar nuestros males. Me propongo aquí mostrar, desde mi posición de no abogado, por qué creo que sería mala idea la restauración de la pena de muerte en Colombia:
1- La sociedad colombiana está enferma de atrocidad: Colombia es un país que, por su turbulenta historia, ha vivido desde hace décadas inmerso en un espiral de violencia, que no solo se materializa en acciones concretas (masacres, violaciones, gente tirando ácido, apuñalamientos, mamás que matan a golpes a sus hijos, y un muy largo etcétera), sino que se reproduce a diario en distintos niveles de la sociedad y a partir de diferentes medios, como la televisión, la radio, las redes sociales, y, en suma, la cultura misma.
Hace unos días estaba yo en un taller de negociación y la persona que lo dictaba nos pedía a los asistentes que imagináramos una situación de negociación en la cual jamás volviéramos a encontrarnos con la contraparte. El profesor quería llamar la atención sobre el hecho de que en una negociación, si traicionas la confianza de la contraparte, tarde o temprano, y generalmente más temprano que tarde, sufrirás las respectivas retaliaciones. Es difícil, decía, si no imposible, encontrar una situación en la que uno no se vaya a volver a topar de repente con la otra parte. Ni en el comercio, ni en el sistema internacional, ni en ningún lado. Entonces, una compañera levanta la mano y dice: “Pero profe, ¿y si yo mato a la otra parte?”
El comentario, en el que no quiero ahondar más, pero que me pareció muy chistoso, no es más que una ilustración de lo que los teóricos en análisis de conflicto llamarían la “Violencia Estructural”, esa violencia cultural profundamente impregnada, casi fundida con la esencia misma de la sociedad.
La pena de muerte, entonces, sería algo parecido al suicidio.
2- Quienes cometen crímenes atroces, generalmente, están locos. Sí, yo no soy abogado, como decía antes, ni mucho menos psiquiatra, que ellos ni llamarían “locos” a sus pacientes, pero en todo caso es evidente para mí que usted tiene que tener muchos problemas si decide matar cuatro niños por 500 mil pesos. O si decide violar a su vecina. O si simplemente se levanta con ganas de arrojarle ácido a su prometida. Bueno, toda esta gente, no merece la cárcel. Tal vez usted piense que el que la merezco soy yo por estarlos defendiendo, pero dígame, ¿usted cree que Garavito está en pleno uso de sus facultades mentales?
Estas personas, “los victimarios”, seguramente no escogieron ser victimarios, sino que en su mayoría están condicionados por enfermedades y trastornos mentales de distinta índole. Así, deben ser tratados más como enfermos que como delincuentes, porque no sé usted, pero yo no he visto el primer caso de: “Hombre es condenado a muerte después de comprobársele rinitis crónica”. Un poco más de compasión, de sentido común, por favor.
3- El crimen es la opción más viable para muchas personas. Una de dos, o los sicarios de los niños en Caquetá están absolutamente locos, o están acostumbrados a ganarse la plata disparando con los ojos cerrados. Posiblemente pudieron haber elegido, y seguramente sus vecinos, o sus hermanos, criados en el mismo contexto, eligieron una vida más honrada. Pero, en muchísimos casos, y vuelvo sobre la violencia estructural, la misma cultura invita al individuo (que muchas veces no ve oportunidades de trabajo, de vida digna) a optar por el camino fácil, que es el de la delincuencia. Hoy leía una noticia según la cual un informe de la Universidad de los Andes relataba la historia de un atracador que había sido capturado en 44 ocasiones desde apenas el año 2012, y está hoy en la calle todavía. Ese hampón seguramente llega a su barrio cada día a contar las últimas fechorías, con sonrisa burlona, con los bolsillos repletos de billetes, mientras el honrado obrero, la señora de los tintos, el celador, en fin, todos, reflexionan sin saberlo sobre la justicia, la equidad, y, sobre todo, la utilidad de la ética, de la moral.
Cada quien decide su destino, cada quien lo va labrando, pero no puede obviarse la relación casi irrefutable entre pobreza y violencia, entre falta de oportunidades y criminalidad, y es que Colombia es la muestra más clara de este trágico fenómeno.
En Colombia la pena de muerte fue abolida en 1910, por la Asamblea Constituyente que durante el período del General Rafael Reyes daría prácticamente por concluido el periodo de “La Regeneración”. Colombia se sumó entonces a la mayoría de países de América que ya habían declarado la vida humana como absolutamente inviolable. Desde entonces, la tradición se ha mantenido, y hay distintas normas jurídicas, internas e internacionales, que ya impiden volver atrás sobre el camino. Nada que no pueda remediarse, si aquí lo de menos es la ley, pero en todo caso menos mal que tendrían que darse mañas para poder hacerlo.
Quiero, antes de concluir, contradecirme un poco, y pedir algo que a primera vista, tal vez, no tenga ninguna lógica. Creo que hay algunos crímenes que podrían juzgarse con pena de muerte, pero estos no serían los llamados “Crímenes Atroces”, sino crímenes donde generalmente la violencia física ha sido casi nula, o incluso no ha tenido lugar. Invito a contemplar la posibilidad de instaurar la pena máxima en contra de aquellos que deliberadamente, y para su propio beneficio, atenten contra el conjunto de la sociedad, o contra uno de sus grupos humanos. Para no dar rodeos, que maten a los corruptos, que es la gente que se roba la plata de la salud, de la educación, del bienestar, de la cultura, del tiempo libre, que es la gente que de a pesitos se nos va robando la vida, y que al final es la gente que engendra la cantidad de enfermos mentales que andan por las calles y por las casas de Colombia protagonizando las más crueles historias de barbarie. Esos sí son los malos del paseo.
Cuando acabemos la corrupción, la cultura mafiosa desaparecerá, y con la educación aparecerá la esperanza para ayudarnos a superar tan violenta historia, borrando por fin la idea de que la vida no vale un peso. O de que vale dependiendo quién sea uno, o qué haya hecho, lo cual, por supuesto, no es la idea en el Estado de la “Igualdad ante la ley”.
- Un codito chiquito: Por favor lean la historia del último hombre ejecutado legalmente en Colombia, no por una atrocidad, sino por un lío de faldas. Es solo para que veamos cómo funcionan los falsos positivos desde nuestra infancia republicana, y lo inconveniente que sería para nuestro ya muy ineficiente sistema de justicia el poder decidir sobre la muerte de un ciudadano. La historia la encuentran en este link: http://goo.gl/uN84Ov
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