Son varias las estrategias que el gobierno Duque ha venido empleando para hacer trizas el acuerdo de paz. Inicialmente, desnaturalizó su espíritu al cambiarle el nombre a instancias claves en su implementación, es decir, recurriendo al eufemismo sistemático (una constante en un gobierno eufemístico). Desde la política Paz con legalidad, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz se convirtió en la Oficina para la Normalización y la Alta Consejería para el Posconflicto se transformó en la Alta Consejería para la Estabilización, esto no solo es una cuestión semántica, para nada, también encierra una motivación ideológica encaminada a desmontar los principios del acuerdo y simular su implementación.
Posteriormente, estancó la agenda legislativa en el Congreso, así le puso freno de mano a la posibilidad de seguir avanzado en la producción de leyes que reglamenten componentes de lo acordado; sin embargo, lo más grave ha sido una estrategia que bien se podría calificar como de marchitamiento administrativo, caracterizada por ahogar presupuestalmente la institucionalidad para la paz y eliminar sus fuentes de financiamiento. Así lo hace de nuevo en el artículo 135 del proyecto de reforma tributaria, un tremendo mico que acaba con una fuente estratégica de recursos para la implementación y condena al acuerdo a una mayor precariedad.
Trizas y risas
En campaña Duque se demarcó de Fernando Londoño quien, en una extasiada convención uribista, afirmó que la primera tarea de un gobierno del Centro Democrático sería “hacer trizas ese maldito papel que llaman acuerdo de paz”. Constantemente dijo que su política de paz no sería de “trizas o risas”, ya que buscaría “poner a las víctimas en el centro” y rescatar la legalidad. Pero así se distanciará del ala más radical del uribismo, con su llegada al poder sus objetivos de primera línea fueron la JEP, la Comisión de la Verdad y el partido Farc (ahora Comunes). A las objeciones a la ley estatutaria de la JEP se sumó la reducción del presupuesto de entidades claves para el posconflicto, propiciando una implementación precaria y fragmentada en detrimento de la integralidad de lo acordado, además, desconociendo instancias de participación y consenso. Ya hay alarmas prendidas sobre el riesgo de cooptación de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial por parte de la clase política tradicional en esquemas de mermelada e inversión contrarias a las iniciativas priorizadas por las comunidades.
Pero si escuchamos a sus funcionarios, especialmente al consejero Emilio Archilla, se podría llegar a concluir que el Acuerdo va por el mejor de los caminos. El consejero Archilla es experto en hacer magia con los números y las estadísticas. Cuando presenta balances sobre la implementación tiende a considerar sin reserva los resultados de las funciones misionales de ciertas entidades descentralizadas o ministerios como si tuvieran relación directa con el Acuerdo, con esto logra el efecto de “inflar” los balances, al punto, que hasta se podría creer que todo el gobierno trabaja en función de la implementación. Tal cual el país de las maravillas. Nada más alejado de la realidad. Tan solo hay que revisar los informes del Instituto Kroc y los recientes Cuadernos de la Implementación del Centro de Pensamiento y Diálogo Político, para percatarse del precario nivel de implementación en puntos tan importantes como el de participación política o solución al problema de drogas.
Una tributaria que sigue haciendo trizas la paz
En su primera defensa pública de la nefasta reforma tributaria, Duque afirmó: “Si hicimos reformas para desmovilización, como no por los más pobres”. Pregunto, ¿una cosa qué tiene que ver con la otra? Al presidente cada que se le acaban las ideas o no encuentra una forma sensata de defender sus propuestas recurre a una vieja confiable: atacar al proceso de paz, la JEP o la entrega de bienes de las Farc. Ya casi que es un libreto. Su perversa reforma tributaria nada tiene que ver con procesos de desmovilización o reincorporación, y si ese fuera el caso, no hay punto de comparación. Solo hay que recordarle que nunca se ha promovido una reforma tributaria para facilitar la desmovilización de un actor armado.
A su absurda afirmación se sumaron voces del Centro Democrático que le pidieron acabar con las agencias responsables de la implementación; eliminar la JEP y redireccionar los recursos de los programas para la paz. Al parecer, esa última propuesta si tuvo eco porque en el artículo 135 del proyecto de reforma tributaria se le retira al acuerdo una de sus principales fuentes de financiación: el impuesto al carbono.
Un impuesto para la paz
El impuesto al carbono es un pago obligatorio que deben realizar las empresas que generan contaminación a través de la producción de carbón. Es un impuesto que debe ser pagado por las compañías que emiten gases provenientes de la combustión de gasolina, CPM, kerosene, Jet Fuel, Fuel Oil y Gas Natural. El dinero recaudado, que entre 2017 y 2020 ascendió a 1,35 billones de pesos, debe ser destinado a proyectos sociales de paz y ambientales. Es decir, es una de las fuentes estratégicas para facilitar la implementación del acuerdo; inclusive, el dinero recaudado es administrado por el Fondo Colombia en Paz. En el artículo 135 del proyecto de reforma tributaria se traslada la destinación del impuesto de ese fondo a uno nuevo (lo que implicaría crear más burocracia), es decir, de tajo se acaba con una fuente de recursos para la implementación, asfixiando presupuestalmente a la institucionalidad para la paz y erosionando su capacidad administrativa. ¿Acaso esto no es hacer trizas la paz?
Esperemos que el Congreso no apruebe ese tremendo mico y la destinación del recaudo del impuesto continúe tal como esta: para financiar programas para la paz y de mitigación del cambio climático. Ni la clase media o la paz deben ser víctimas de la nefasta reforma tributaria.