En la costa caribe, que algunos generosamente extienden hasta Barranca, cuando se tiene afecto por alguien del interior, lo llaman el cachaquito, un cachaco al que se respeta y quiere. Lo viví en carne propia hace más de cuarenta años, cuando por primera vez llegué a La Paz, en el departamento del Cesar, en los tiempos en los que sus calles eran empolvadas y pedregosas, raras, como las llamó en su canción el compositor Emiro Zuleta.
Entonces era yo un joven de 20 años, absolutamente embelesado por el calor humano de los pacíficos, el gentilicio que más los identifica, aunque haya múltiples argumentos en contra de su uso. Me llevó a ese pueblo el amor, una muchacha alta y delgada que había conocido en Santa Marta, y que me invitó insistentemente a su tierra. Ella fue mi primera maestra en el mundo de la música vallenata, tiempos en que aún vivían los grandes juglares.
El vallenato nos sonaba extraño a los bogotanos, que teníamos casi como único referente de él a Alfredo Gutiérrez. Sin embargo, en La Paz, escuché con calma y repetidamente, hasta el punto de encantarme con ellas, canciones vallenatas hasta entonces desconocidas para mí. Juancho Polo Valencia, Alejandro y Náfer Durán y Luis Enrique Martínez me empezaron a conmover profundamente con sus notas y lamentos.
Supe de los Hermanos Zuleta, que por entonces tenían pegado su volumen 12, el de Luna Sanjuanera y Olvídame. Y alguien me regaló antes de partir para Bogotá un LP titulado El Profesional, el primero que grabó Diomedes Díaz con Colacho Mendoza, preludio de su ingreso triunfal a la capital del país, con su siguiente LP, Tu serenata. También me enteré de que había otro conjunto guajiro, los Betos, de enorme calidad y sentimiento.
Pero, sobre todo, en La Paz se encargaron de enseñarme algo que para ellos tenía dimensión legendaria. El más grande conjunto de la música vallenata en toda su historia se llamaba Los Hermanos López, conformado por los hermanos Miguel, Pablo, Elberto y Alfonso, el primero acordeonero y el segundo cajero, que contaba en su haber con la voz más perfecta jamás oída, Jorge Oñate, a quien ya llamaban el ruiseñor del Cesar.
Todos de La Paz. Los músicos eran integrantes de una dinastía, los López, iniciada décadas atrás por su abuelo, Juancito. Lo peculiar era que, para fines de los setenta, cuando conocí esa región, la agrupación tenía varios años de haber desaparecido. Sólo quedaba su música. Pero vaya qué música. Se la consideraba lo máximo en acordeón, en voz, en la caja, en todo. Un verdadero culto que me sedujo a la más sincera admiración.
En medio de sus canciones, Jorge presentaba a su acordeonero como Miguel López, el bigote que toca. Y con humor ingenioso, justo antes de que Migue comenzara a hacer sonar en su acordeón los bajos, jugaba con el calambur: los bajos de Miguel López, comiéndose la s y haciendo entender: los va a jodé Migue López, frase que todos aplaudían con satisfacción. Nadie poseía su extraordinaria habilidad para jugar con los bajos.
Desde 1970, cuando salió su larga duración Lo último en vallenato, hasta 1975, cuando grabaron el titulado Canto a mi tierra, Los Hermanos López, con la voz de Jorge Oñate, arrasaron el panorama musical del folclor vallenato. Podía ser por Jorge y su voz incomparable, pero los méritos de Miguel interpretando su acordeón no podían echarse a menos. De hecho, sólo la ruptura entre Miguel y Jorge pudo poner fin a semejante aplanadora.
El vallenato nos sonaba extraño a los bogotanos, que teníamos casi como único referente de él a Alfredo Gutiérrez. Sin embargo, en La Paz, escuché con calma y repetidamente, hasta el punto de encantarme con ellas, canciones vallenatas hasta entonces desconocidas para mí: Juancho Polo Valencia, Alejandro y Náfer Durán y Luis Enrique Martínez
Nunca volvió a existir una agrupación así, tan pura en el folclor, tan alegre, tan capaz de estremecerlo todo. Entonces, no existían las promociones mercantiles que aparecieron años después. La fama se ganaba a pulso, exclusivamente con calidad. Miguel y Jorge se presentaron en la tarima del festival vallenato en su quinta versión, en 1972. Primera vez que un acordeonero no cantaba, sino que llevaba cantante. Los sepultaron a todos con su magia.
Menciono todo esto porque esta mañana me enteré de la muerte de Miguel López, al que algún sabedor de las artes del folclor vallenato calificó alguna vez como el mejor acordeonero de todos los tiempos, idea que comparto. Dos años y medio atrás, víctima de la pandemia, había perecido Jorge Oñate. Ellos dos, con justicia, son los máximos personajes de su pueblo, a cuyo dolor me uno con sensibilidad profunda por la pérdida irreparable del ídolo.
Los López le grabaron también a Emiro Zuleta El cambio: yo canto, canto vallenato porque me llena de emoción, me quita, o me da tristeza cuando escucho un acordeón. Por eso, cuando yo estoy triste, cuando estoy muy triste, canto vallenato para no llorar. Noticias como esta provocan cantarla, conteniendo el llanto. Todo pasa, todo se acaba, sólo queda el recuerdo. El sencillo homenaje de este pacífico cachaquito.