Lo que quieren es guerra, como siempre. No nos llamemos a engaños. Todos y cada uno de los gestos y actos de la derecha recalcitrante que regresó al poder en nuestro país, indican es eso. No pueden vivir sin la guerra, la necesitan, la provocan, quieren verla estallar. Es mucho lo que lucraron a costa de ella.
Y seguramente, como consecuencia de los Acuerdos de La Habana, esa posible paz, esa apestosa paz, les significa una abrumadora bancarrota. Les resulta intolerable, por eso se han propuesto hacerla trizas. En un país que heredó de Santander el leguleyismo y la argucia del articulito, siempre habrá un expediente jurídico para invocar.
En los años sesenta del siglo pasado, pusieron de moda las repúblicas independientes, supuestos territorios del país en donde no era posible el ingreso de ninguna autoridad estatal, de espacios en los que el comunismo se había hecho fuerte con el propósito de expandirse al resto de la geografía patria. Resultaba fácil ligar todo a la amenaza rusa y cubana.
Así se sembraba el miedo, se conseguía alimentar el odio contra quienes pensaban distinto. Generar una especie de conciencia colectiva de rechazo hacia ellos. Hacerlos merecedores del más violento repudio. Mientras los aviones bombardeaban los perdidos caseríos de Marquetalia y Riochiquito, la opinión nacional respiraba aliviada por el fin de los monstruos.
El mismo horror se había generado contra el gobierno de Alfonso López Pumarejo en los años treinta, por haberse atrevido a hablar de función social de la propiedad, de revolución en marcha y de reforma agraria. En un país anclado en un ambiente medieval, hasta la defensa de la fe cristiana de Occidente se transformó en motor de agitación y violencia.
Por eso se extendería el fanático grito de ¡Viva Cristo Rey!, cuando esa violencia alimentada en el corazón popular desde los salones del poder, cobró la vida de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, seguro ganador en las siguientes elecciones presidenciales. El mítico basilisco de Laureano Gómez graficaría el anticomunismo que alimentó esa sed de sangre.
La necesidad de matar al otro, al contradictor, al que no piensa del modo que orientan desde arriba. No merece vivir. Le son atribuidos los peores propósitos y crímenes, lo convierten en objeto de abominación general. Se lo agrede, empujándolo al aislamiento y la desesperación. La masa alienada por la propaganda oficial aplaudirá feliz cuando lo vea en desgracia.
Esa, hay que decirlo con amargura, ha sido la historia de nuestro país, que no ha podido conocer la paz durante el último siglo. Lo han dicho todos los expertos de aquí y el exterior. El problema de la propiedad de la tierra en Colombia se encuentra en las raíces del conflicto armado. Hay una clase que la acumula y acapara, que promueve la violencia para hacerse a mucha más.
Y que se alía hábil y sucesivamente con toda suerte de intereses. Los de las grandes compañías transnacionales que llegan ávidas de recursos naturales que saquear. Los de poderosas naciones extranjeras empeñadas en el afán de imponer su voluntad en el mundo entero. Los de sagaces grupos financieros y empresarios que requieren de tierras para sus negocios.
Los de perversas mafias de narcotraficantes urgidas de lavar sus dineros en el inmenso océano de las tierras productivas. A todos esos aliados, por una razón u otra, en un momento u otro, la guerra también les ha resultado oportuna y conveniente. Lo grafica con toda claridad la historia de los frustrados procesos de paz que se intentaron en el pasado.
En La Habana se pactó una Reforma Rural Integral, en la que se tocó de refilón
la restitución de tierras arrebatadas a los campesinos mediante la violencia.
El uribismo ha considerado esta como una de las conquistas más siniestras
En todos terminó primando el interés por continuar con la guerra. Guerra que se creció y convirtió al país en un horror sangriento. El paramilitarismo y sus espantosas masacres, el imperio final de innumerables bandas criminales, la inseguridad entronizada en los campos para quienes asumen la defensa de intereses comunitarios, son el triste legado que solo beneficia a algunos.
Esas herencias que pasan de tatarabuelos y abuelos a sus nietos y nietas, defienden a toda costa su invulnerabilidad. En La Habana se pactó una Reforma Rural Integral, en la que se tocó de refilón el tema de la restitución de tierras arrebatadas a los campesinos mediante la violencia. El uribismo ha considerado esta como una de las conquistas más siniestras.
En La Habana se pactó un sistema integral de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, que abre las puertas a un relato distinto sobre las atrocidades cometidas en el país y sus auténticos responsables. Eso tiene a los uribistas al borde de la histeria. Por eso el adjetivo de narcoterroristas en el senado. Por eso las objeciones del presidente Duque.
Hay que hundir todo eso, es preferible que vuelva la guerra. Es lo que anhelan. Por primera vez, la otra Colombia cierra filas contra eso. Estamos con ella, queremos paz.