Toda víctima duele y deja huellas de vergüenza. Duelen los 21 cadetes, los más de 400 líderes civiles defensores de derechos asesinados, las ocho millones de personas desplazadas, despojadas y perseguidas, los jóvenes ejecutados extrajudicialmente y convertidos en cifras, y los cerca de cien excombatientes que confiados en el acuerdo de paz entregaron sus armas. Todos jóvenes, de origen humilde, todos víctimas de un sistema de horror que tiene responsables políticos que planean cada muerte para impactar el derecho vivir con dignidad.
La coyuntura local es compleja por el ataque militar a la más importante guarnición policial del país, el alma mater de formación que otorga títulos de administrador policial, por autorización del Ministerio de Educación Nacional desde 1976. Como las muertes de cadetes, toda muerte provocada provoca horror y repudio. Esta tragedia lo provoca, pero también toda instrumentalización del dolor con interés político. El ataque al grupo de policías (de bajo rango) no fue tomado como una amenaza por el gobierno, sino como una oportunidad con la que equívocamente trata de sepultar junto a los cuerpos de los jóvenes, la paz en construcción y la verdad y la justicia en curso.
El énfasis de los discursos que llaman a la indignación parecen querer borrar de la agenda hechos asociados al poder hegemónico, como las actuaciones del fiscal de quien se pide su renuncia por la trama de corrupción de Odebrecht, la observancia de la Corte Penal Internacional de la “política” de ejecuciones extrajudiciales que vinculan a Uribe Vélez, la mención del potentado más importante del país (LCSA) en temas de corrupción que tienden a producir pánico financiero, las actuaciones del Esmad y el asesinato sistemático de líderes sociales. El dolor por las víctimas no está siendo conducido para llamar al país a abrir las puertas de la verdad y la justicia y cerrar filas en torno a la paz, sino para llamar a la guerra que incita a provocar que los hechos violentos se repitan una y mil veces más.
La utilización indebida del hecho violento pone en riesgo la armonía en la relación entre derechos y garantías y convierte al presidente en violador de las garantías primarias (que son obligaciones), tales como continuar desarrollando el derecho a la paz ya ganado y constitucionalizado. Romper motu propio las conversaciones con el ELN, cuyo fin es poner fin al conflicto armado, y usar el dolor para activar barreras a las garantías de paz pactadas en La Habana con las Farc es impedir la paz, es infringir el derecho universal de los derechos humanos y el DIH, que incorpora a la Justicia Especial para la Paz y a la Comisión de la Verdad. El gobierno está en la obligación de atacar la violencia y derrotar el terror, pero debe hacerlo promoviendo más democracia y menos desigualdad, y enfrentando a corruptos y criminales enquistados en el poder, que se niegan a renunciar a la lógica de muerte que tiene que ser destituida con una lógica de vida, de paz, no de más barbarie.
Lo que ocurre indica que el partido y la alianza de gobierno tratan de ganar el apoyo de los otros poderes del Estado y de la sociedad para reanimar el odio, acentuar la polarización y negar las posibilidades de avanzar en la construcción del derecho a la paz conquistado. El gobierno parece anunciar que está fortalecido para negar la existencia del derecho a la paz, quitándole garantías y aprovechando el momento para borrar toda esperanza por lograrlo. Y aunque sabe que no es suficiente la suma de la indignación por el reciente ataque militar a la guarnición policial, deja entrever que caerá en la inobservancia al derecho a la paz positivamente estipulado y aprovecha el dolor para tratar de recuperar el falso imaginario (ya superado) de que protestar es alzarse en armas.
Desconocer el derecho a la paz lo mete en el terreno del gobierno de facto, del régimen de excepción no declarada, que tendrá como respuesta más movilización e inconformidad porque la sociedad no quiere volver a la guerra, ni adentro ni afuera, y está dispuesta a no renunciar a su anhelo, aunque el tono agresivo y amenazante del conjunto de voces del partido y alianza de gobierno le pidan actuar con mano dura, con fuerza y violencia o anuncien que liquidarán sin compasión al enemigo ya casi construido o se dispongan a regresar al tenebroso lema de que “el único delito es estar contra el gobierno, lo demás son pendejadas”. Y ellos son el gobierno y quieren regresar a la seguridad que produjo el horror.
El partido de gobierno hacia afuera agita un discurso de poder desbordado en su competencia, queriendo intervenir sobre la hermana república y contrariando reglas y principios del derecho internacional. Para eso dispone de un staff de cuatro altos funcionarios de Estado (F. Santos en EE. UU.; Ordóñez en la OEA; Holmes, canciller, y Marta Lucía, la vicepresidenta) cuya misión excepcional no parece ser precisamente contribuir a la paz y estabilidad internacional, sino tensionar el continente del bicentenario de independencia (que hace honor al sueño de Bolívar de consolidar a la gran Colombia como una nación fuerte y poderosa) y crear condiciones para una presumible intervención militar, contraria a la paz y a la democracia y lo hace con verdades a medias y justicia limitada. Dentro reconstruye la lógica de guerra, desconoce acuerdos para lograr la paz y se pone en disposición de arrebatarle a la sociedad su derecho conquistado, lo que es sencillamente es violatorio de un derecho universal.