El coro nacional supera cualquier grito solitario desde la orilla rural que puso los muertos en la larga guerra. Los festejos del país de organdí y trinos digitales no cesan. Bienaventurados los que creen en la paz porque de ellos será el reino de este mundo.
Los que intentan oponerse a la tranquilidad prometida y al silencio de los fusiles, ahora viven su propia guerra interior con sus mismos francotiradores agazapados en medio de la jungla de sus contradicciones.
Asistimos casi mudos y expectantes al final de la tragedia griega. Los héroes perecen. La muerte triunfa. Los dioses festejan con burla lastimera y el coro, el coro entona el último canto para esperar la niebla espesa que todo lo confunde.
El país de los grandes medios y tendencias de opinión ya se pronunció. Posar de enemigo de la paz es un mal negocio. ¿Alguien sensato desea que la guerra siga? Los discursos melosos abundan. Los profetas se pronuncian y construyen el futuro al borde del abismo. Un gramo de sensatez para reflexionar sobre las ventajas de parar la guerra es casi un milagro. Todos queremos ser avasallados por ese contagio de la paz liberal que se firmó en medio del mar Caribe.
Desde la comarca intentamos sumarnos a la fila de la celebración, pero sólo nos dejan las migajas de la fiesta. El otro país rural, “corroncho”, de alpargatas, sombreros y ruanas sirve; pero de experimento social para ver cómo es un país sin guerra. ¿Cómo se comportan las masas frente a la tranquilidad del aire y el silencio de los fusiles? Las próximas tesis de las célebres universidades hablarán del aburrimiento de medio país que estaba acostumbrado al zumbar de las balas y al traqueteo de la metralla. Un rato de paz bien vale la pena desatarlo para que otros –los que nunca han visto su sangre ni en la cruz roja- cuenten a las próximas generaciones de colombiano la tragedia de un país que vivía en el aburrimiento y el tedio que produce la paz.
Las filas de muertos. Los millones de desplazados. Las víctimas de las víctimas. Los que veían la guerra en tecnicolor. Lo que hacían la guerra en tecnicolor. Todos ellos, empiezan a perecer en los abismos insondables de la desmemoria.
Olvidar. Perdonar. Cicatrizar. Conjurar. Reconciliar. Hacer catarsis. Abrazar al enemigo. Serán tantas las tareas que nos pondrán los nuevos doctrinarios de la paz.
Nadie devolverá a nuestros muertos. Nadie rezará por ellos las plegarias que se merecen. Seremos un viento frio que devora la canícula al instante. En las comarcas que el país rural y provinciano ha forjado durante tanto tiempo, se sumará ahora el complejo dilema de enfrentar la paz con las mismas armas de la guerra que padecimos.
Resistiremos a la paz. Estamos hechos de desafíos y a puro pulso construiremos la metáfora de la vida que no renuncia a respirar a pesar de la mano imprudente y perversa que nos cubre y ahoga nuestros gritos.
Hacer la paz con una guerrilla de extracción rural,
sólo le sirve al país urbano en mejor forma
que a las comarcas y provincias de barro en las paredes y humo en las cocinas.
Los problemas que compartimos entre provincianos y ruraleños seguirán derecho. El país urbano y decisor impone nuevas lógicas y nuevas agendas. Suena contradictorio, pero hacer la paz con una guerrilla de extracción rural, sólo le sirve al país urbano en mejor forma que a las comarcas y provincias de barro en las paredes y humo en las cocinas.
Seguro que ya los perros no ladran por las noches en nuestras comarcas rurales. Sus aullidos de lobos desesperados no predicen los pasos fieros y asesinos de otros tiempos. La luciérnaga de la metralla a lo lejos no está cegando cantos de campesinos ingenuos. El fuego que antes lo espantaba todo abrazado de miedo, ahora sólo sirve para un humeante café de pacotilla en una fría mañana entre la niebla y los pájaros.
A pesar de ello, el retorno de los hijos desplazados no ocurre. El espejismo urbano no opera en contravía. Volver a la comarca no es una opción válida en tiempos de paz y mundos digitales cercanos a la piel pero distantes de la mente. ¿Cambiarías la comodidad del asfalto tibio por la ruralidad embrujadora y misteriosa?
Las comarcas solas y aburridas sin guerras ajenas no son un atractivo para el país urbano. Algo deberán inventarse para volver los ojos a ellas. Ahincarles los dientes y beber todo su jugo salvaje y toda su savia hasta la última gota. ¿Qué autonomía tendremos para imaginarnos en paz y sin una molesta guerra traída desde otra parte?
Coda: “Uno no es nada sin los recuerdos/ Sin los recuerdos en la vida uno no es nada/ Y a mí ya han comenzado a borrárseme los muertos.” Eso dice José Ramón Mercado – De Ovejas-Sucre, en los Montes de María, donde la guerra montó campamento.