El 2 de abril de 2020 la revista Semana publicó la que sería mi última columna para ese medio. La titulé Pan o espacio, la consigna garrapateada en las paredes de Orán, el puerto argelino castigado por la peste. La ficción creada por Albert Camus tomó sentido en el siglo veintiuno. Lo que nos está ocurriendo es una especie de réplica amplificada de los acontecimientos descritos en La peste: sacrificio, demagogia, heroísmo, incertidumbre, revuelta, caos, fanfarria, pesimismo, crisis, esperanza y un largo etcétera.
Camus, autor de El hombre rebelde y El mito de Sísifo, estuvo conmigo en los momentos más críticos de mi vida: cuando había perdido el control sobre mi destino y mi existencia dependía del sectarismo o la maldad de otros. Acudo a él cuando deseo tomar decisiones éticas. Camus, el escritor y periodista, se opuso a todo sistema propagandístico y totalitario. La revista Semana, al cambiar de dueño, se transformó en aparato de propagada totalitario y máquina tragaperras.
En la primera línea de Semana estaban los grandes columnistas. Aquellos que tenían abolengo, músculo económico o influencia mediática. Luego seguíamos los demás. Los que carecíamos de estos atributos. Cuando la guillotina se veía venir hubo una reacción entre los columnistas de segunda línea. Propusimos una especie de amotinamiento, pero la reacción mayoritaria fue la de “sálvese quien pueda”, un clásico de la “idiosincrasia colombiana”, cuyos pilares son la vanidad y el egoísmo. Los columnistas de primera, confiados en su pedigrí, ni siquiera se mosquearon porque se creían infalibles. Al final los sacaron a patadas o “renunciaron” cuando ya no pintaban nada en el negocio. Creían que la cosa no era con ellos, que sus apellidos y reputación los pondría a salvo. Pero no fue así. Se los cargaron a todos, confirmando una vez más la archiconocida sentencia de Bertolt Brecht. Los sistemas totalitarios no tienen límites.
Era una linda oportunidad para que se hubieran juntado todos y todas las “damnificadas” de Semana en un proyecto nuevo, democrático y plural. Pero en Colombia eso es imposible porque no hay cohesión social ni valores asociativos. El individualismo es la idea cultural hegemónica. Cada quien tira para su lado. Surgieron entonces varios portales. Pequeñas cofradías. Todas débiles si se les coteja con otros medios nacionales e internacionales. Con lectoras y lectores segmentados. Cada combo montó su tiendita, su chiringuito -como llaman en España a los pequeños locales de playa o montaña- para atender a su clientela.
Me gusta escribir por el sólo deseo de escribir. Es un ejercicio intelectual que me obliga a conectarme con la realidad y no volverme un individuo amargado, ensimismado y viviendo de la nostalgia. Al irme de Semana pensé en refugiarme en un blog que llevo hace años. Volver a mi chiringuito. Llamé a varios amigos y amigas para conocer sus opiniones. La respuesta fue: montemos algo grupal, sin jefe, sin propaganda. Algo que mire más allá del ombligo de Colombia, que mire a los dos lados del Atlántico, e incorporé a gente variopinta y de provincias. Vale, pero con otra condición: lo hacemos con mujeres libres y sin prejuicios. Con estas pautas llamé a Karl.
Karl Penhauld es un experimentado periodista británico, políglota, que cubrió el conflicto colombiano para la agencia Reuters y luego fue corresponsal de guerra en el sur de Líbano, Afganistán e Irak con la CNN. Fue testigo ático de la Segunda Batalla de Faluya, una cruenta guerra urbana e irregular que enfrentó al cuerpo de marines de los Estados Unidos con la insurgencia iraquí. Me conocí con Karl durante un reportaje que hizo con prisioneros de las FARC EP. Desde entonces fructificó una amistad libre de cálculos y caprichos.
Karl se volvió a un pueblo de la provincia de Alicante, España, para cuidar a sus octogenarios padres, lo cual dice mucho sobre su humanidad. Durante una larga conversación telefónica me hizo poner los pies sobre la tierra. Luego hablé con Erika Antequera, Diego Marín, Joaquín Robles, Rubén Darío Cárdenas, Rosana Oliveira, Estercilia Simanca, Felipe Villa, Viviana Hernández, Álvaro Arrieta, Alfredo Cohen, Luis Rojas, Gaby Poblet, Efrain Avella, Lolita Bosch, Arturo Prado Lima, Pedro Felipe, Natalia Munevar, Germán Ávila y otras amistades que se me escapan, para darle forma a la idea. Discutimos el nombre y llegamos a la conclusión de que nos veíamos representados en los comejenes: unos animalitos que levantan y derriban estructuras, trabajan en comunidad, tienden puentes entre ellos para conseguir un objetivo y no hacen ruido. Después llegó Zulma, Bibiana y Lena con sus espléndidos textos. Tatiana y Camilo las más recientes.
Con lo que vale una camisa y un pantalón compramos el dominio de la web. Gustavo Franco, un periodista que dirige un coworking en Barcelona, se puso manos a la obra y montó la web en un abrir y cerrar de ojos. Santiago Giraldo, egresado de la Universidad Nacional de Colombia y director de un máster de periodismo, nos ubicó en las nuevas realidades digitales. El artista Filomeno Hernández, radicado en Friburgo, y su hija diseñaron gratuitamente los logos del portal. En EL COMEJÉN nadie cobra, nadie paga. No colgamos publicidad, ni estamos interesados en ello. Somos una sumatoria de trabajo voluntario de decenas de personas que están en Montevideo, Cali, Riohacha, Philadelphia, Barranquilla, Guapi, Myanmar, Pasto, Santiago, París, Addis Abeba, Pernambuco, Buenaventura y otros lugares del planeta. Cumplimos un año. Para unos es poco tiempo, para otros es mucho. Mientras, seguimos con nuestras ideas. Ideas que corroen.
*Artículo origina publicado con el titulo Roer lo que no funciona, del portal El Comején