La pasividad de Pacho De Roux y sus comisionados al confrontar a los responsables de la guerra

La pasividad de Pacho De Roux y sus comisionados al confrontar a los responsables de la guerra

“Fue lo que ocurrió durante las versiones de Uribe, Mancuso y Londoño en la Comisión, el rol pasivo de los magistrados les permitió desconocer sus responsabilidades”

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septiembre 14, 2021
La pasividad de Pacho De Roux y sus comisionados al confrontar a los responsables de la guerra

Quienes ostentan poder se consideran dueños del futuro y a través de sus acciones buscan definirlo. Al tiempo mismo tiempo suelen caer en la tentación de creerse dueños del pasado y tratan de moldearlo a su gusto. Esto fue lo que ocurrió durante las comparecencias de Uribe, Mancuso y Londoño ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Los tres comandantes dejaron clara su intención de controlar el relato público al buscar que su visión se percibiera como la verdadera. El rol pasivo de los comisionados a pesar de la amplia información que han recopilado les permitió a los comparecientes desconocer sus responsabilidades.

Los ejercicios de diversos analistas han desmaquillado la pretensión de los comandantes. María Emma Wills mostró el absurdo de poner a su disposición los micrófonos a los actores sin contrapeso alguno y sin que las víctimas tuvieran voz; José Fernando Isaza hizo una analogía entre la familia del paramilitar Castaño y la del expresidente Uribe que evidencia como los dos relatos son calcados; otros analistas han expuesto la inconveniencia y el riesgo que corre la CEV al convertir la búsqueda de la verdad en un espectáculo público dominado por los protagonistas, sin que el rol de los comisionados para esclarecer la verdad se perciba.

Es oportuno retomar tesis de la politóloga Hannah Arendt quien puso en muchos de sus textos el engaño que necesita el poder para gobernar y sus dificultades para enfrentar la verdad. Las versiones de los comandantes confirman esa realidad y que la verdad es indefinible, lejana, esquiva. De manera que cuando llegue el momento de ajustar las instituciones colombianas para que no se repita el conflicto, la tarea será difícil si no se producen los reconocimientos para reparar lo reparable y castigar lo imperdonable.

Los testimonios de los tres actores por supuesto son importantes por su contenido de veracidad, pero la justicia transicional debe ayudar a conciliar los crímenes con la reparación y el castigo. La CEV tiene el rol de equilibrar las voces, de incluir los reclamos de las víctimas, de contra argumentar y exponer sus hallazgos y aun puede asumirlo.

La forma como los tres actores desean que se perciban los daños colaterales es un ejemplo de su intención publicitaria. Los tres los justifican con frases grandilocuentes que camuflan la voluntad que los llevó a ordenar, tolerar o incentivar las graves violaciones a los D.H. Decir que la guerra es así, o que fue la dinámica de guerra, o que no se enteraron, no es creíble. Es una forma de eludir la explicación con un lenguaje retórico, fluido, tan conmovedor como perturbador. Conmueve por su performance como víctimas y perturba por esta misma razón.

Uribe, jefe la institucionalidad y de las Fuerzas Militares durante ocho años, dio a entender que el gobernante puede causar daños colaterales al desplegar sus políticas. Exterminar a las Farc que amenazaba la supervivencia del país era esencial, requería todo su esfuerzo y él creía en sus tropas, en su moral, en su rectitud. Frente al paramilitarismo se jacta de haberlo desmovilizado y se presenta como el solucionador del problema. Sin embargo, elude reconocer que su pensamiento es afín a la doctrina paramilitar que consideró una forma eficiente para luchar contra las Farc. De manera que los daños colaterales que produjo esa política son lamentables, pero él no asume responsabilidad alguna en su implementación e impulso. Tampoco habló sobre el papel de los narcotraficantes y cómo mientras por un lado fumigaba los cultivos campesinos de coca protegidos por las Farc, por el otro aceptaba la financiación de los capos a los paramilitares.

Rodrigo Londoño (Timochenko) que formó parte de la insurrección armada durante cuatro décadas, sostiene que se vinculó a la subversión por las injusticias sociales y para establecer un nuevo orden social y económico. Los abusos del estado y la violencia de los años cincuenta son sus motivaciones. Pero es ligero en la explicación de la degradación de las Farc, en la instauración de sus prácticas violatorias de los derechos humanos y en el fracaso de su lucha. Reconoce que el espíritu revolucionario se desdibujó, pero lo justifica en la dinámica de guerra y en la necesidad de golpear al enemigo. Frente al narcotráfico, recuerda su sorpresa al visitar un frente descompuesto donde descubrieron la dimensión del problema, mientras que todo el país lo reconocía sin necesidad de visitar sus campamentos.

Mancuso, que formó parte de las élites económicas de la Costa Caribe antes de cofundar el paramilitarismo, profundizó algo en las alianzas y complicidades institucionales que les permitieron avanzar. Reconoció las violaciones a los derechos humanos que cometieron, pero no explicó por qué asesinaban campesinos por el hecho de transportar alimentos. Su objetivo era erradicar a la guerrilla, establecer la seguridad y llevar bienestar a la población bajo un modelo capitalista que el estado había sido incapaz de consolidar. Reconoció que contaron con recursos del narcotráfico y aportes empresariales, pero se quedó corto al explicar bajo qué doctrina es válido usar la violencia contra civiles, con apoyos estatales y de los narcos y sin norma alguna que los constriña.

 

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¿Eran daños colaterales derivados de la guerra? ¿O más bien esos daños eran parte de la estrategia que asumieron para imponer su dominio? ¿Los daños fueron circunstanciales o estaban previstos? ¿Los nazis llegaron a la solución final por que no sabían que hacer con los prisioneros o hicieron prisioneros para aplicar la solución final?
Al buscar que sus relatos sean conmovedores los tres comandantes apelaron a las emociones con argumentos para generar empatía. La CEV puso a su disposición los canales de comunicación que les permitió vender sus puntos de vista sin confrontación o corroboración alguna. Fue una gran oportunidad para posicionar sus versiones como verdaderas, al punto que Uribe a pesar de desconocer el carácter institucional de la CEV decidió aprovechar el escenario para moldear el pasado a su gusto.

El trabajo verificador lo hará la CEV después con un riesgo: cuando entregue su informe, las versiones de los comandantes ya habrán echado raíces en el corazón de los civiles. Será fácil desconocer las verdades del informe porque es normal rechazar verdades que sorprenden, que remueven los cimientos éticos o morales de las personas, porque las confronta y compromete con una realidad indeseable en la que -por ejemplo- sus héroes se convierten en villanos. Nadie quiere sentirse cómplice pasivo o aceptar que vive en una sociedad gobernada por criminales. Lo humano es acoger tesis que se acomoden a lo que cada persona prefiere pensar que ocurrió: el relato de las buenas intenciones, los daños colaterales, las omisiones involuntarias es fácil de aceptar, aunque sea un engaño.

Muchos ciudadanos -dirigentes y empresarios- apoyaron el accionar de las fuerzas irregulares y las actuaciones ilegítimas de la fuerza pública. La antigua revista Semana realizó un estudio en los años de Uribe en la que -para sorpresa general- los paramilitares recibían un amplio respaldo de la sociedad. Eran la solución al tema guerrillero. Al igual que muchos campesinos sin tierra y líderes urbanos comunistas apoyaron el accionar de las Farc. El relativo éxito electoral de la Unión Patriótica -un movimiento surgido de otro proceso de paz con las Farc en los ochenta–demostró su ascendente apoyo popular. Por último, hay que registrar la condescendencia social con los reiterados abusos de los militares contra los civiles que llegó a su clímax con la masacre de magistrados y civiles en el Palacio de Justicia en 1985. El apoyo ciudadano implícito y explícito al uso abusivo de la fuerza pública contra los civiles y a la impunidad frente a estos crímenes de estado, fue un respaldo a esas actuaciones.

De manera que el apoyo a los bandos irregulares y a los excesos de la fuerza pública es más extenso de lo que se quisiera aceptar. Compromete a quienes creyeron que eran modalidades incómodas pero necesarias para acabar con la guerrilla o con la injusticia. Después de convalidar esos caminos a la ciudadanía le cuesta trabajo aceptar que las graves violaciones a los D.H. se lograron también gracias a su apoyo. Es más conveniente para su salud mental. Aceptar una verdad que destruye la estructura de creencias sobre la cual se funciona, es difícil. El ser humano prefiere creer la versión que le conviene.

Sobre esta premisa se basan las versiones de los tres comandantes. Entonces los daños son colaterales y no parte de una estrategia destinada a crear terror, dominar y erradicar al enemigo. Al ciudadano le hacen creer que era necesario hacer lo que se hizo, recurriendo al engaño colectivo. Una gran parte de la sociedad creyó que los paramilitares eran una solución acertada; al igual que creyeron que los excesos de los militares eran necesarios y que si los sancionaban los militares no combatirían; igual que a los seguidores de las Farc les vendieron la idea que su degradación era inevitable ante la escalada de las fuerzas del estado.

El mecanismo del engaño funciona por la confiabilidad de las versiones de los tres comandantes. Su mayor conocimiento de los episodios, las decisiones y los hechos les permite asumir una voz superior, omnisciente. En realidad, esta característica debía hacer poco confiable sus testimonios. El esfuerzo de los tres por represar tantas verdades que hacen falta era necesario para que la sociedad conozca lo que va a perdonar, a acepta a conciliar. Frente a quienes estaban informados por la infinidad de estudios, documentos, informes, análisis, investigaciones, testimonios y noticias que a lo largo de las décadas se han elaborado, incluyendo la recopilación documental del equipo de Memoria Histórica que lideró Gonzalo Sánchez, saben que hubo pocas revelaciones.

Las audiencias carecen de las herramientas metodológicas, de la información y del contexto para diferenciar cuando el protagonista omite, manipula, o miente. Todo lo que dicen puede ser verdad, porque el ciudadano está predispuesto a creer lo que sus antiguos héroes dicen porque así reafirman su posición. Esto explica que los tres protagonistas prepararan muy bien sus presentaciones. Las diseñaron a la medida de sus audiencias para fijarlas en la mente de los ciudadanos.

Los tres se dirigieron a las audiencias usando el mecanismo del mundo publicitario donde al consumidor le presentan unas premisas emocionales que lo impulsan a comprar un producto. En la publicidad nadie busca validar si es verdad o mentira lo que anuncian. Se trata de percibir a través de emociones, que es un producto que debe consumir. Con esta lógica publicitaria procedieron los comparecientes.

Mancuso se esforzó en confirmar que fue un instrumento de las fuerzas del estado, que fue usado como parte de un engranaje mayor que después lo demolió. No explica por qué creyó en que la alianza paramilitares-narcotraficantes-fuerza pública-políticos sería triunfadora. Como si el fenómeno hubiera brotado de la tierra sin semilla ni cultivador: el cansancio con la guerrilla los unió, estructuró y armó para ir a un conflicto armado a cometer atropellos que no querían cometer.

Con esa lógica los tres camuflaron la responsabilidad de sus acciones. Si las Farc destruían un pueblo era porque la fuerza pública estaba ubicada en medio de la población civil, aunque esté prohibido por el DIH. Como ellos necesitaban atacar a sus enemigos, era inevitable acabar con los poblados por pobres que fueran. Igual, cuando las Autodefensas masacraban a un grupo de civiles era porque se trataba de guerrilleros que los transportaban, les vendían provisiones, les daban techo, o los adoctrinaban en las escuelas. Eran guerrilleros por que les ponían esta etiqueta. Por su parte Uribe se abstuvo de suspender a los militares que asesinaban civiles para aumentar la cifra de guerrilleros dados de baja, y se abstuvo de derogar la política que los premiaba por hacerlo porque respeta el debido proceso y era necesario mantener la moral de combate de las tropas.

Los tres son buenos mensajes publicitarios construidos con base en artificios retóricos para establecer percepciones positivas frente a acciones que ante todo necesitan responsables. Su propósito es dejar de ser percibidos como victimarios y pasar a ser víctimas de las circunstancias, desean entrar a las filas de las víctimas, por la puerta de atrás, haciendo alarde de un relativismo moral monumental.

La intención de Uribe de moldear el pasado a su gusto sobresale. Para él solo hay una verdad verdadera y aceptable: la suya. Ni la de sus contrapartes ni la que producirá la CEV ni las que presenten las evidencias técnicas de la Justicia Especial (JEP), ni los testimonios de los paramilitares y víctimas, ni la liberación de los archivos clasificados de los norteamericanos. Como ser superior -así se trata a sí mismo- desconoce las instituciones surgidas del acuerdo de paz y para todo tiene su explicación. Esta característica, de creer que en una guerra todo se puede conocer y explicar, es lo que hace poco confiable su versión y clara su intención publicitaria.

Lo cierto es que la verdad es difícil de encontrar, es incoherente e irracional, mientras que la mentira tiene lógica porque se construye con la razón. Se estructura pensando en cómo la audiencia puede aceptarla. De manera que cuando las versiones son claras, simples y lógicas, se puede tener la certeza que se trata de mentiras o de verdades a medias. Uribe tiene la necesidad de explicar los crímenes cometidos bajo su política, por acción o por omisión, y sabe que, si se arma el rompecabezas de verdades dispersas a lo largo de la geografía colombiana y de las décadas de confrontación, se configuraría una verdad que desintegra su versión. Su sueño de configurar el futuro del país y dibujar el pasado se desvanecería. Al comparecer ante la CEV quiso desvirtuar de manera anticipada su informe, restarle validez, descalificarlo y anularlo. A la CEV y sus comisionados también los descalificó por parcializados, estigmatizadores, y por haber supuestamente tener simpatías con la guerrilla. Uribe, conocedor del manejo de la opinión pública necesita que sus audiencias lo sigan viendo como el redentor, el que recuperó la seguridad y permitió la prosperidad de su patria. Necesita detener la descomposición de su imagen.

Cuando sostiene que no podía conocer lo que hacían sus militares al asesinar civiles para presentarlos como guerrilleros, estructura una mentira a partir de premisas creíbles. Sostiene que investigar es un proceso lento en el tiempo, que él partía de la presunción de buena fe y no podía creer que sus oficiales y soldados cometieran asesinatos. Remata con que su única fuente de información son sus subordinados, y que ellos lo engañaron. Su performance llega a un clímax cuando el padre De Roux lee el crescendo de asesinatos año tras año bajo su gobierno, hasta llegar a seis mil. Sencillamente, salta al otro lado del turbulento río: cuando supo que era cierto, destituyó a los oficiales, anuló las directivas y acabó con la política. ¿Qué mas podía hacer?

Si bien la intención es ponerse por encima del mal, surge la pregunta que todos los interesados han repetido ¿Qué objetivo buscaba el gobierno y/o la Fuerza Pública con esos asesinatos a sangre fría, si sabían que no estaban dando de baja a guerrilleros y por lo tanto esas muertes no debilitaban a la guerrilla? Por supuesto es el body counting que enseñan en la Escuela de las Américas. Es un mecanismo efectivo de medición del avance hacia el triunfo militar. Pero también obedece a una lógica de opinión: a mayor número de bajas es más fácil aumentar la percepción en la opinión pública de los avances militares. De manera que los asesinatos eran una mentira del gobernante para mantener el apoyo social a la política militar en marcha. Mentir, manipular, engañar a la opinión es fundamental para mantener el respaldo a la guerra.

El dramaturgo Uribe recurre a las emociones de la audiencia que necesita una versión digerible ante semejante engaño. El comandante en jefe nunca supo lo que ocurría. A Kennedy, Johnson, Nixon les pasó lo mismo en Vietnam. A Bush, Obama y Biden les pasó lo mismo en Afganistan, de triunfo en triunfo hasta la derrota final. La sostenibilidad de una guerra depende de la voluntad de una sociedad para librarla y sostenerla. Si se necesitan mentiras para sostener esa voluntad, bienvenidas. El engaño funciona muy bien cuando la verdad es inaceptable. ¿Y qué sería lo inaceptable en este caso? Que el presidente Uribe sabía lo que ocurría y lo permitió porque le convenía. Como es una verdad que sería repugnante, es inaceptable. En consecuencia, es fácil construir la mentira que sustituya esa verdad.

La comparecencia de Mancuso también deja ver la intención de construir percepciones positivas sobre su rol. Se presentó como víctima de la guerrilla que secuestraba, extorsionaba y le impedía progresar; víctima de un estado incapaz de gobernar en todo el territorio; víctima del narcotráfico al que tuvo que acudir para financiar sus operaciones; y víctima de la manipulación de las fuerzas de seguridad que lo utilizó para cometer crímenes que el estado no podía cometer -pero si quería- por el temor a sanciones internacionales.

El comandante se convirtió en aliado del estado creando una estructura política que hacía acuerdos con los militares, con los dirigentes políticos, con empresarios, terratenientes y narcotraficantes. Con el gobierno negociaba el nombramiento de mandos que los apoyaran en las regiones; con los políticos, el reparto de poder local -cargos y presupuesto- incluyendo los candidatos a votar en las elecciones; con los empresarios, los aportes, las zonas a liberar y las tierras a comprar; y con los narcotraficantes, los impuestos para operar en sus territorios. Mancuso reiteró que los apoyos del estado no provinieron de ovejas descarriadas sino de una política oficial a la que no se atreve a ponerle nombres, posiblemente porque los pactos de silencio siguen vigentes. Es una versión que tiene bastante lógica, por lo tanto, hay que dudar de ella.

Por ejemplo, si una de sus motivaciones era buscar el desarrollo de sus regiones y generar bienestar ¿por qué no hicieron este esfuerzo antes de promover el conflicto armado? ¿Cómo ganaderos no sabían que monopolizaban las mejores tierras con ganaderías extensivas que generaban poco empleo? Los campesinos sobrevivían en millares de pequeñas parcelas en unas de las zonas mas pobres del país. La precariedad de los servicios públicos, de educación, salud o vías era visible. Sin embargo, solo como guerreros se dieron cuenta que necesitaban traer desarrollo, inversión y empleo para generar bienestar y que la guerrilla era la que se los impedía. Es un argumento fácil de aceptar para quien poco conoce la realidad de esas zonas y el desprecio de los terratenientes por los campesinos y su bienestar.

Cuando los paramilitares ordenaban masacres contra civiles, a las víctimas les ponían previamente la etiqueta de colaboradores y por tanto guerrilleros, de acuerdo con su universo conceptual. Así, la percepción de esos crímenes se matiza pues el ciudadano entiende que es inmoral masacrar, pero si las víctimas son guerrilleros el crimen se justifica: dejan de ser civiles inocentes porque son guerrilleros sin uniformes ni armas. Los paramilitares también necesitaban presentar resultados a sus superiores para sostener el apoyo político, económico y militar. Ese era el sentido de aumentar las cifras de muertos, de desplazados y de kilómetros cuadrados recuperados para la democracia. Es otra verdad que sería inaceptable.

En esa sucesión de argumentos tampoco sabían los paramilitares que los políticos se apropiaban de los recursos, que incumplían sus promesas electorales y que su interés en el bienestar colectivo era simbólico. Lo descubrieron cuando conquistaron los territorios y les correspondió gobernarlos. Primero contaron con la clase política como aliada -de allí nace la parapolítica- y luego descubrieron que eran saqueadores del erario. Entonces asumieron el control total de los municipios. Pero los registros demuestran que se dieron por igual al saqueo de los recursos públicos amparados en el terror que irradiaban. Esta versión no figura en la presentación de Mancuso. Pocos creerían si dijera que el propósito de su lucha era eliminar el minifundio, convertir a los campesinos sobrevivientes en asalariados de los proyectos agroindustriales que surgieran, y los recursos públicos para dirigirlos a favorecer su modelo económico. Sería una verdad difícil de aceptar y es una manera de eludir la responsabilidad alejando la posibilidad de unir a la sociedad a través del perdón sociológico.

Londoño elabora su discurso bajo los parámetros publicitarios de sus dos antiguos enemigos: él también fue víctima, se vio obligado a alzarse en armas ante la indolencia del estado en medio de tanta pobreza e injusticia y tras el asesinato de millares de campesinos en los años cincuenta; las Farc surgieron como víctimas del abuso del poder y del sistema excluyente del estado colombiano. Poco a poco Londoño se incorporó a la vida propia de la guerrilla, siempre movido por la necesidad del cambio. Cuando entra al terreno de lo inexplicable, tampoco sabe a qué horas cometieron tantos hechos trágicos que no han debido ocurrir. No entiende por qué sus subordinados empezaron a asesinar civiles inocentes o políticos indefensos o a mantener durante años a los secuestrados en condiciones indignas. No se explica por qué ni él ni sus compañeros del Secretariado rectificaron esas políticas a tiempo, por qué no dieron órdenes para corregir esas prácticas o por que no sancionaron a los responsables. ¿Eran tan lentas las Farc para investigar como las instituciones en las que Uribe excusa su inacción?

La explicación fácil, elaborada y por lo tanto poco confiable, es que era difícil saber lo que hacían sus subordinados, difícil controlarlos y disciplinarlos. La distancia, la complejidad de movilizarse en los territorios, las dificultades de comunicación, la autonomía de cada frente y la baja preparación de sus mandos medios se los impedía. Sin embargo, la sociedad si conocía la degradación de las prácticas revolucionarias, y confirmaba que los comandantes permanecían indolentes. Pudo ser el oportunismo militarista que los llevó a guardar silencio y aceptar esas prácticas como política por la efectividad de sus resultados. Pero es una versión inaceptable para la audiencia. Es más fácil dejar la idea de que perdieron el control de sus tropas por las condiciones tan adversas que les tocó enfrentar y que la degradación es un proceso del que solo se dieron cuenta cuando las cosas se habían salido de sus manos. Otra versión coherente, emocional y poco creíble.

La diferencia de las versiones de las Farc es que partieron con un hándicap enorme. Nunca lograron comunicarse con la sociedad colombiana ni estudiaron los mecanismos del engaño para posicionarse como redentores de la sociedad ante un régimen opresivo, excluyente y asesino. Tan mal lo hicieron que llegaron a una imagen negativa del 90% que, considerando que su lucha era por el pueblo, es inexplicable. Los paramilitares cometían crímenes similares -o si se quiere peores- pero tenían buena imagen, aunque no luchaban por el pueblo sino por intereses económicos. Su popularidad se derivaba en gran medida de ser los verdugos de las Farc. Es una desventaja en reputación gigante para enfrentar a una audiencia trabajada durante cuarenta años a través de la prensa, la televisión, la radio y las redes sociales por sus enemigos. Pero Londoño no explica ni siquiera los errores comunicacionales.

¿Qué efecto buscaban al divulgar las imágenes de los policías, militares y civiles enjaulados como presas de caza? ¿Era una acción de propaganda con el propósito de debilitar la voluntad de combate de las tropas oficiales? ¿O quizás era para mostrar el poderío que habían acumulado al ser capaces de derrotar unidades militares, capturar a los sobrevivientes rendidos y mantenerlos meses y años como prisioneros de guerra? Mientras para la sociedad mantenerlos en esas condiciones era indigno, para las Farc era una proeza. ¿En qué momento perdieron el sentido común? Londoño no lo explica. Es la poco creíble dinámica de guerra.

La versión que quiere asentar Londoño es desde la inocente, no entiende cómo llegaron allá. Ocurría, pero no podían creer que ocurriera, pues en el ser revolucionario no caben esas conductas. Pero por lo visto como en su mente eso no existía por consiguiente era innecesario actuar para corregir lo que no ocurría y recuperar el auténtico espíritu revolucionario. Se salvaron muchos guerrilleros de morir fusilados por sus propias filas. Igual que los oficiales del estado se salvaron de ser sancionados por las instituciones gracias a que Uribe desconocía los crímenes que cometían. La versión de Londoño, preparada y diseñada como las otras para vender una verdad amable, aceptable, que suavice las percepciones, es endeble. El ejercicio de la verdad requiere un esfuerzo mayor en el caso de las Farc por el desprestigio que cargan.

Los protagonistas tienen muchas ventajas para manejar las mentiras, esconder las verdades y construir falsas versiones. Su información es difícil de cuestionar, sea cierta, falsa o parcialmente cierta y falsa. Uribe en especial tuvo la oportunidad de construir su relato según sus necesidades y anticipar respuestas a datos y hechos. Preparó 62 puntos y con seguridad le faltaron muchísimos. Tuvo tiempo para darles coherencia y pensar cómo neutralizar las preguntas que lo pudieran desvirtuar. Omitió la extensa hoja de vida que confirma su cercanía y su apoyo al proyecto paramilitar, sin necesidad de reuniones. Organizó un gran homenaje - antes de ser presidente- al general Rito Alejo Del Río principal aliado de los paramilitares en Urabá, que fue destituido tarde. Nombró director de un organismo de inteligencia (DAS) a un paramilitar y a otros asesinos como sus asesores, desde donde ordenaron ejecutar civiles y espiaron a la oposición y al a justicia para neutralizarla.

Los hechos confirman que Uribe puso mandos militares afines a los paramilitares y las autodefensas y a los servicios de inteligencia a su disposición y permitió la coordinación de operaciones con la fuerza pública. Y como gobernador de Antioquia estructuró grupos de autodefensas con los futuros integrantes de los grupos paramilitares. Las manifestaciones del compromiso de Uribe con esa forma de lucha irregular, que se niega a reconocer pero que tampoco puede ocultar, hacen que se esfuerce en que sus audiencias lo interpreten como él necesita para quedar a salvo de la condena pública. Sin embargo, para resarcir a las víctimas se requiere que el ideólogo explique por qué creyó que el paramilitarismo era la forma de derrotar a las Farc y que explique su desconfianza en las instituciones democráticas para imponer la soberanía en el territorio nacional a partir de satisfacer las necesidades de la población y solucionar los problemas, como el del acceso a la tierra, que generan el conflicto permanente.

Desvalorizar la vida es otro de los mecanismos del engaño que usaron los comandantes. La decisión de autorizar el asalto al campamento donde estaban secuestrados el gobernador de Antioquia, su comisionado de paz y varios integrantes de la fuerza pública, ilustra esa desvalorización. Uribe, informado del lugar donde escondían a los prisioneros ordenó el operativo sabiendo el alto riesgo de provocar la muerte de los rehenes. ¿Por qué corre este riesgo por encima de asegurar la preservación de sus vidas? Pesa mas propinar un golpe y una lección a las Farc que salvar seres humanos.

Era necesario quitarles valor a los rehenes, reformular su condición de víctimas para convertirlos en simples obstáculos en el camino para derrotar a las Farc. Las Farc debían entender que los secuestrados en adelante carecerían de valor de cambio político, económico o militar. Es interesante y preocupante que la lógica de las Farc fuera la misma del estado colombiano. Los secuestrados o son nuestros o se mueren y procedieron a su asesinato antes que los rescatara el enemigo. Por supuesto uno es un grupo irregular insurgente, y la otra fuerza es el estado obligado a respetar la vida de los civiles. Es una doctrina antigua de las Fuerzas Militares colombianas que vio el mundo en la retoma del Palacio de Justicia (1985) cuando el ejército con el beneplácito del gobierno arrasó con magistrados y civiles atrapados en el asalto, con tal de aniquilar a los guerrilleros. La vida de los rehenes dejó de tener valor para el estado, y los militares, -aun después de la toma- asesinaron a sangre fría a guerrilleros y rehenes rescatados. Esta es una actitud ilegítima que esconde la creencia en que provocar la muerte de inocentes es un sistema efectivo, aleccionador, que lleva al triunfo sobre el enemigo.

Decir que fueron decisiones difíciles es un juego retórico cuando son decisiones sin fundamento ético, moral o legal. Sería un grave error seguir aceptándola como doctrina del estado colombiano si se busca reconstruir la sociedad y sus instituciones a partir de una reconciliación social. Las fuerzas del estado, los gobernantes o los inconformes no pueden seguir pensando que la muerte del adversario y la vida de los civiles que se encuentren en medio del combate es un valor menor. Es importante anotar la diferencia con el operativo que liberó a los tres norteamericanos pues confirma cómo cuando un estado (Estados Unidos) privilegia el rescate con vida de sus ciudadanos se puede lograr, así el cautiverio se postergue varios años.

La auto manipulación en la presentación de los hechos y actuaciones de cada actor busca que la sociedad los acepte como ellos quieren ser vistos. Necesitan “vender” su verdad diseñando con cuidado las versiones para adaptarlas a lo que la gente está dispuesta a aceptar. El esfuerzo consiste en tejer lógicas amañadas, empacarlas de manera atractiva, quitar las aristas que hieran al consumidor. Para evitar que esto ocurra, la CEV debe ejercer su función de contrarrestar, exponer sus argumentos (sus verdades y hallazgos) y rectificar lo que sea necesario, para que cada cual acepte su responsabilidad en los atropellos y no simplemente los excusen, explique o justifique.

La CEV tiene la capacidad para confrontar, cuenta con las fuentes suficientes para neutralizar los sesgos y los esfuerzos por desviar la búsqueda. Puede descubrir las mentiras disfrazadas de verdades, completar las verdades parciales y desechar las plenas mentiras. Sin embargo, parafraseando a Hannah Arendt: la fragilidad de la verdad permite que el engaño sea fácil y hasta cierto punto tentador. Las versiones, cuando no entran en conflicto con la razón porque las cosas pudieron ocurrir como el mentiroso lo sostiene, son creíbles; las mentiras suelen parecer más creíbles y ser más atractivas a la razón que la verdad porque se estructuran con tiempo, paciencia y conocimiento; y el mentiroso tiene la ventaja de saber de antemano lo que el público desea escuchar. Por eso prepara su historia para el consumo público con el cuidado necesario para hacer creíble su historia. En cambio, la verdad tiene la desconcertante costumbre de confrontar a la gente con lo inesperado y nadie está preparado para esta circunstancia. Es más fácil dejarse engañar que confrontar la versión del mentiroso, porque la audiencia sabe que una parte de su corazón moriría en ese ejercicio.

En los relatos de los tres comandantes, todas las piezas parecen encajar. Cuando esto ocurre se puede tener la certeza que se trata de un engaño. La verdad en los conflictos armados es incoherente, irracional, sorpresiva.

**Analista político, consultor en comunicaciones, escritor y productor de cine y televisión.

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