Las Farc se acabaron y nació de allí la Farc, en singular, como partido político, que no logra posicionarse en ningún lugar de la política y la movilización social. Si bien aprendió a sobrevivir a los ataques de la derecha, que lo recrimina y aborrece, no logró asumir liderazgo en la izquierda. Electoralmente fallaron las cuentas y solo le quedaron las diez curules del pacto de paz, acordadas para Senado y Cámara, que apenas le permiten unos pocos minutos al aire en el parlamento, controlado por el partido en el poder, que reniega de no haberlos exterminado y trata de usarlos como chivos expiatorios de todos los males padecidos y por padecer, y les impide hablar y actuar con el tono de su discurso construido durante varias décadas.
Es el derecho a la paz y no solo los acuerdos lo que se ha incumplido. Tampoco se ha cumplido el orden constitucional que obliga a crear condiciones para sobreponer los actos de paz sobre los de la guerra. Tampoco hay esfuerzos serios (más allá del papel firmado pero incumplido), por fortalecer políticas de Estado para que los derechos tengan sentido, recursos y disposición institucional para que sean realizados por la población colombiana. El Estado de derecho está resquebrajado y se vive en un naturalizado estado de cosas inconstitucional, presente en sus millones de desplazados, víctimas, desempleados y adicionales con las crecientes desapariciones forzadas, asesinato sistemático de sus líderes sociales y excombatientes y corrupción en todo su furor instalada por dentro de la estructura del estado. La cotidianidad está desbordada de violencia y es arropada por la arrogancia del poder, que no ve, no escucha y no atiende las urgencias de la mayoría de población que clama oportunidades para vivir con dignidad. Esas son apenas unas pocas razones objetivas para perder o ganar la esperanza en la construcción de paz estable y duradera. Del seno de este panorama y no del fracaso o vaso medio lleno de la implementación de los acuerdos depende el tipo de luchas humanas, sean civiles o armadas. De ahí y no de las cenizas de un pasado reciente es que emergió la noche del 28 de agosto la noticia y video promocional de una nueva guerrilla, que anuncia retomar las armas y promover el sueño de la patria libre de Bolívar como lo indican sus señales gráficas que completan la escena del regreso a las armas. No es una disidencia, son antiguos armados, que habiéndose desarmado regresan, se desmarcan totalmente del partido al que pertenecieron y de las reglas fijadas por la constitución y las leyes colombianas, y afirman que hay suficientes causas para validar su levantamiento en armas contra el Estado conforme a lo previsto como derecho de rebelión.
Quienes se presentan allí son viejos y experimentados guerrilleros. Los que aparecen en la foto configuran un estado mayor, secretariado o dirección colectiva, que reclama su condición de actor político, que desde la ilegalidad disputará la legitimidad del Estado y, tratará de afectar el bien jurídico que es la constitución vigente, al amparo y subordinación de las reglas del derecho internacional humanitario. Quedan sin vínculo alguno con la justicia especial de paz y sus hechos y acciones de guerra serán los que le permitan a la sociedad calificar qué tipo de insurgencia son, nada es previsible salvo que son armados de verdad. Al producirse una ruptura total con el orden constitucional vigente su adversario es el Estado y en particular afirman que sus objetivos serán las elites, que gobiernan, controlan y ejercen el poder coactivo, represivo y de manejo de las políticas, las finanzas públicas y la hegemonía de las decisiones. Así ven ellos las cosas y en consecuencia actuarán buscando que su pensamiento convenza para ser vanguardia.
Le corresponde a la sociedad seguir construyendo la paz estable y duradera, sin dejarse provocar ni seducir, por quienes acuden a gritar y a rechazan la guerra en la retórica, pero la alientan sosteniendo ejércitos privados, ponen recursos para ejecutarla y llaman a cobrar venganza y despertar heridas y rencores. A la sociedad le corresponde a través de sus organizaciones civiles, sociales, académicas y defensoras de derechos, demostrar con hechos de paz, que hay otras formas de lucha y movilización que hacen innecesaria e indeseable la lucha armada. El problema está en demostrarlo con modos de acción contundentes, con organización y unidad de propósitos comunes, desmontando egos que impiden avanzar en colectivo, y no cayendo en la lógica de la paz derrotada. Son cientos, miles de experiencias de paz que tienen como base la defensa y construcción de justicia y dignidad sin guerra. Hay que retomarlas. Indígenas, campesinos y estudiantes, son quienes mejor han logrado instalar en la defensa de la vida y de la paz renovados modos de acción y movilización. La insurgencia civil más contundente tendrá que darse con las elecciones que vienen en octubre 27, de lo que ocurra dependerá el destino de la nación y las maneras de vivir en Colombia. Los votos tendrán que orientarse hacia los mejores seres humanos, a personas de incuestionable honorabilidad, de talante ético y compromiso real con la paz y el respeto a los derechos de las comunidades, abiertos defensores del bien público y del Estado de derecho, sin vínculo con ningún actor de la guerra. En las urnas tendrá que escribirse el mensaje que se le quiera enviar a los nuevos alzados en armas. Si el proceso electoral sigue siendo propiedad de las elites y los ganadores fueran los mismos corresponsables de la guerra, la nueva insurgencia armada tendrá futuro y una pista despejada para cobrar su victoria. Los que no tienen partido, ni obedecen a centros de dirección e inclusive ya no confían en nadie, campesinos, obreros, mujeres, indígenas, estudiantes, que podrían agarrar un arma, pero no quieren o no pueden, tienen la palabra y la posibilidad de hacer mucho para transformar este país y saben que el momento es ahora, justo en este limbo que va del regreso a la guerra (con un nuevo actor del conflicto armado) y de la paz embolatada entre marañas jurídicas que impiden implementar el pacto político suscrito.
Posdata. No hay que dejarse robar la esperanza sentenció el papa Francisco y en todas las paredes retumba ese eco. La universidad, que es mi lugar de existencia así lo reclama, así lo espera y hacia allá orienta todas sus fuerzas, esfuerzos y disposición de lucha desde las artes, las ciencias y las humanidades. La universidad pública colombiana no está subordinada a ningún partido político, ni organización social, ni representa ideas hegemónicas de poder, y es ahí donde hace diferencia para no dejar que se esfume el derecho humano a la paz y para no caer en la angustia de las violencias. La universidad nunca va a tirar tiros, sus ideas e imaginación siempre serán más contundentes que la fuerza del fusil y mas alentadoras que los odios y las pasiones con las que la guerra envilece y mata en vida.