Estoy convencido de que no hay cosa alguna en esta tierra que le haya hecho tanto daño a mi país como el nefasto y ruin concepto de la papaya. Un concepto que por décadas ha sido transmitido de generación en generación dentro de cada familia Colombiana con un orgullo y un sentido de la pertenencia que raya el colmo del regodeo. Es verdad que el colombiano tiene fama de ser astuto, hábil, sagaz, ingenioso y muchas cosas más. También es muy cierto que tenemos una terrible fama de usar esas grandes virtudes para devorarnos entre nosotros mismos, como serpientes que se comen la cola. En eso hemos mutado sin darnos cuenta a través de los años, y quizá, a lo largo de toda nuestra historia: en esta sociedad caníbal que ya parece no poder detenerse de consumirse a sí misma.
Victimas de nuestra propia idiosincrasia y de una autoconsumada resignación a la ignorancia de nuestra historia, los colombianos hemos crecido condenados a repetir los mismos errores generación tras generación; decisiones apresuradas que en la cotidianidad de los días parecieron triviales pero que con el tiempo se revelaron como pequeñas larvas a las que la indiferencia común de las clases media y baja incubaron, germinándolas en una sola idea tan profunda como poderosa que poco a poco caló en el imaginario colectivo de toda una nación, y que después de décadas, descaradamente se dio el lujo de ampliar la lista de mandamientos que según la leyenda, el mismo Dios grabó en dos tablas de piedra hace ya miles de años.
Por supuesto hay que reconocer que no todo en nosotros es malo; aún (según sé) seguimos teniendo el don de gentes que nos caracteriza. Somos amables, solidarios, calurosos, corteses, educados, y todo ese conjunto de virtudes son las responsables de que poseamos (todavía) los mejores modales y maneras de América Latina. Aún así, es una lástima que nuestras más grandes bondades hayan servido como punto ciego para que fácilmente unas cuantas minorías, impulsadas por la ambición del dinero fácil, se las arreglaran a lo largo de décadas en invertir los valores morales de la sociedad, logrando sacar provecho en el camino y abonando el terreno con la intención de cosechar una cultura de gentes frágiles, tolerantes al saqueo de cuello blanco, a la desinformación diaria y a la manipulación clandestina con firme ánimo de lucro, como el falso sacerdote que ve en la sed de espíritu de sus feligreses una fuente inagotable de riquezas.
¡Fueron ellos! Quienes se encargaron de plantar la malvada semilla de la papaya, después sus hijos convencieron a todo un pueblo (el cual siempre se ha dejado convencer de cualquier cosa) de que dar papaya era una falta que traía adjunto su propio castigo, y posteriormente sus nietos, con el descaro propio de los malos hábitos que la costumbre convierte en buenos, fueron los que hicieron de esta idea una ley y luego un mandamiento.
Hace muchos años, si alguien veía algo que no era suyo y lo tomaba era considerado un ladrón, como hoy en día sigue siendo en los mejores países del mundo; sin embargo, en mi país no es así. Hace muchos años era culpa del ladrón tomar la decisión de robar, ahora no lo es. Ahora es culpa de la víctima que la roben, pues está violando el mandamiento que lustros atrás aceptó la sociedad como una ley sagrada de manos de aquellos, cuyos padres, abuelos o bisabuelos fueron los primeros ladrones y gestores de la corrupción moderna de la nación: está dando papaya. Y es esa idea leprosa, esa idea que se dio el lujo de gangrenar la conciencia social de todo un país, la que ha mantenido y mantendrá sumida a Colombia en el ciclo interminable de miseria y corrupción en la que está inmersa ahora. Pues un pueblo que considera correcto reírse de la víctima y aplaudir al criminal es un pueblo desahuciado, condenado por siempre al dolor y al sufrimiento.
Decir que de la Colombia de ayer no queda ni la sombra, sería una gran mentira. ¡Claro! Podría decirlo, podría repetirlo un par de veces y camuflar ideas afines entre estos párrafos para que esa semilla de lo que sea que se llame, socave un poco los terrenos del patriotismo y traiga a flote algo de orgullo tricolor en este mar de indiferencia infinita que es el imaginario colectivo de la sociedad colombiana; pero no lo haré porque no escribo esto en pro del drama, ni de la concientización multitudinaria (al fin y al cabo no creo que sean muchos los que lean estas líneas), sino porque siento ira de mi propia indiferencia, de mi propia hipocresía, de mi propio inconformismo pasivo de años, de mi rebuznar aislado e inútil en la comodidad de las cuatro paredes de mi habitación, sentado a la mesa del comedor de mis padres o en tertulias matutinas con sabor a café en compañía de E. Todos lugares seguros y vacíos, donde me puedo quejar (como casi todos) sin que nadie me oiga y se burlé de lo que digo, o peor aún, se ofenda y se ponga agresivo, pues aunque pueda decir que de la Colombia de ayer no queda nada, la verdad es que aún sigue estando todo; con el tiempo, en lugar de mejorar, más bien nos hemos acostumbrado a empeorar, nos hemos acostumbrado a perder, a ser humillados, engañados, estafados, robados y violados de frente para luego encerrarnos en la falsa seguridad de nuestros pequeños mundos habitados por familiares u amigos y empezar a rezongar a puerta cerrada arreglando a punta de lengua y de improperios —sin querer untarnos las manos— un país sepultado por una inmensa montaña de mierda que día a día permitimos que se haga más grande, más alta, más inmunda, mas…
Hoy ese inconformismo pasivo finalmente ha decidido dejar los escenarios comunes y permitir que el público habitual descanse de tanta alharaca inútil y malograda. Y siento que el voto de silencio ha logrado dar sus frutos, dejando como resultado estas pocas líneas, quizá algo absurdas y bastante díscolas en las que le echo la culpa a una fruta, pues he hallado en ella el símbolo de la corrupción más famoso, popular y mejor aprovechado de toda nuestra historia, gracias al cual hoy somos la mina boba de los poderosos.