Ante la inesperada y apabullante incursión del COVID-19 en el planeta a comienzos del 2020, todos los gobiernos se vieron obligados a tomar medidas tendientes a reducir, al máximo, los efectos sobre la vida y la salud de los habitantes de sus respectivos países. Casi todos —por no decir que todos— incluyeron dentro de ellas algún grado de confinamiento de la población en sus viviendas, lo cual ha sido motivo de grandes controversias debido a que se ponen en contradicción los dos más grandes valores —por lo menos en teoría— del ser humano, la vida y la libertad.
El mayor número de víctimas del virus se encuentra en las poblaciones más vulnerables de cada país: ancianos, personas con otras enfermedades, aquellos que viven en condición de hacinamiento, quienes no tienen acceso fácil a los servicios de salud, los que tienen que salir a rebuscarse la comida del día, etc. Es por esto que los seguidores de las tesis supremacistas, encabezados por personajes como Donald Trump, han encontrado un aliado en el COVID-19.
Esta pandemia está “limpiando el mundo” y “nos está librando de quienes constituyen una carga para la sociedad” dicen, de modo que no hay que hacer mucho para contener la pandemia, hay que dejarla que actúe: si muere un cinco o un diez por ciento de la población no importa, al final quedarán los más aptos para la producción y para el desarrollo.
Quienes conforman este segmento de la población están dispuestos a correr un pequeño riesgo de contagiarse y de morir a causa del COVID-19, en aras de un “bien mayor”, “la grandeza de la patria”, que se logra manteniendo e incrementando el aparato productivo y disminuyendo los gastos en atención de quienes no producen o constituyen una carga para el Estado. Ya se han visto, en varias ciudades de Estados Unidos, manifestaciones promovidas por simpatizantes de esta ideología, reclamando la apertura total de la economía, y fustigando a alcaldes y gobernadores que han decretado cuarentenas.
Por otra parte, los libertarios, para quienes el principio básico de vida es “haz lo que te plazca, siempre y cuando no afectes a otros” pregonan que el Estado no debe implementar drásticas medidas restrictivas de la libertad, con el argumento de que son necesarias para proteger la vida y la salud de la comunidad. Es preferible —dicen— correr un pequeño riesgo, a cambio de disfrutar de los derechos individuales que hemos conseguido o que han conseguido nuestros ancestros; la vida no consiste solo en respirar, la vida consiste en “vivir”; nada sacamos existiendo durante uno, cinco, o veinte años más, si para ello tenemos que dejar de disfrutar de todo lo que nos gratifica: trabajo, movilidad, esparcimiento, interacción social, etc.
Ya se han visto diferentes expresiones de rechazo a los confinamientos decretados por los gobiernos, de parte de los grupos poblacionales más afectados por estas, como es el caso de los mayores de 70 años. La dificultad, frente a la pandemia, que se les presenta a los simpatizantes de estas tesis consiste en establecer el límite entre mis derechos y los del colectivo al que pertenezco, ya que en el ejercicio de mis libertades puedo, además de contagiarme, contagiar a otras personas; dificultad que se podría resolver consultando a la comunidad involucrada, para que así el Estado no tome decisiones arbitrarias, sino consensuadas con sus gobernados.
De lo anteriormente dicho se infiere que, a pesar de las enormes diferencias ideológicas que existen entre supremacistas y libertarios, la pandemia COVID-19 hizo que encontraran un punto en común: la exigencia al Estado de sustentar muy bien cualquier restricción a las libertades, por pequeña que esta sea, de lo contrario se podría desencadenar una desobediencia civil con imprevisibles consecuencias.