Hace unos días la neurolingüista Monica Esqueva decía que el error más común que cometemos los humanos es pretender la felicidad fuera de nosotros cuando realmente la búsqueda de la misma debe ser interior.
El ansia desesperada de alcanzar el dinero y la fama es la mayor culpable de la frustración de los hombres, creemos que ganar una lotería o montarnos en un Ferrari sería la máxima realización. Hoy en día un like nos hace más felices que un verso; hoy perfectamente un influencer es más admirado que un filósofo.
El dinero puede darnos comodidad pero nunca felicidad; leer la biografía de Aristóteles Onassis, aquel que fue el hombre más rico del mundo, el que ofreció comprar Mónaco no hace sino ratificar lo limitado del dinero frente a la felicidad.
Un día le preguntaron al Nobel Bernard Russell cuáles eran las personas que más admiraba; mencionó a Jesús de Nazaret y a Buda, señalando que ambos tenían una característica en común y era que habían alcanzado la grandeza sin buscarla y sobre todo sustentados en la humildad.
El saber que con dinero no podemos traer a nuestros padres y amigos muertos nos debería dar un buen baño de modestia, sin embargo, la mendicidad mental nos hace insistir en lo superfluo. Felicidad es la sonrisa de un niño y la oportunidad que nos ofrece cada día; la ambición simplemente nos vuelve prisioneros.
Dicen que la riqueza se mide por la mayor cantidad de cosas que dejemos de necesitar, tal vez por eso cuando Socrates se paseaba por el mercado de Atenas exclamaba: “es sorprendente la cantidad de cosas que no necesito”