El distrito de Aguablanca, en el oriente de Cali, concentra más del 60% de la población. Allí, en un enorme cinturón que inicia en la autopista Simón Bolívar y termina en el Jarillón del río Cauca, se conjugan condiciones de clase media baja, baja y quienes integran el segmento del rebusque.
Entre ellos, miles de venezolanos que han encontrado condiciones favorables: los precios del alquiler de vivienda son razonables, los servicios básicos baratos, un buen transporte desde y hacia todos lados, principalmente informal, y múltiples oportunidades de trabajo poniéndole “la trampa al centavo”.
De los 1.8 millones de migrantes del vecino país que se estima están en Colombia, un 30% se concentran en Cali y específicamente en el distrito, de tránsito hacia Popayán, Nariño y luego, hacia territorio ecuatoriano.
“Llegamos aquí hace un año, mucho después que arrancó todo el problema en Venezuela y decidimos salir en busca de un mejor futuro.” Madelaine Hernández Ortiz tiene un negocio de arepas frente al complejo del Nuevo Latir, en el distrito. “Llegamos un sábado a la madrugada. Rendidos por el cansancio. Los pies hinchados. Nos dijeron que cerca de la terminal de buses nos ayudarían. Y nos quedamos allí un buen tiempo, en carpas improvisadas. La gente nos ayudaba. Luego se cansaron, a comienzos de este año. Las autoridades nos desalojaron a la brava. Nos fuimos algunos a las inmediaciones del río. Luego alguien se vino para acá y acá estamos”.
Del asunto que refiere, nadie se olvida. Se habían producido quejas por expresiones aisladas de violencia, atraco y microtráfico. Pero no se puede generalizar. No eran todos, por supuesto.
A partir de entonces, comenzó la diáspora. Se dispersaron en la ciudad para ofrecerse a trabajar en lo que fuera. Y les abrieron las puertas, pero con condiciones que son lamentables y muestran la otra cara de la moneda de algunos compatriotas nuestros. Los explotan. Se aprovechan de su situación.
Explotación laboral
El drama lo vivieron Madeleine y su esposo Jorge, en carne propia. “Le pagaban $40 mil por ser cotero (transportador de bultos) en la galería de Santa Elena. La jornada comenzaba a las siete de la noche y terminaba a las diez de la mañana del otro día. Descargaba camiones con papa, cebolla, maíz o lo que fuera. Y, en mi caso, me emplearon como mesera en un restaurante del centro, muy cerca del edificio de la Gobernación. Me pagaban $10 mil diarios y la comida. En las noches traía arroz, papa y lo que no se hubiera vendido. Por mí, despidieron a una muchacha. Ella lloraba el día que la sacaron, pero entre ella y yo, primero estaba yo”.
No son el único caso. De hecho, la ministra de Trabajo, Alicia Arango, advirtió sobre el particular: “A nosotros nos preocupa la situación de los venezolanos, porque es un tema que no se puede esconder. Pero tengo que decirles a los empresarios que no desplacen al empleado colombiano que trabaja formalmente, para emplear uno venezolano irregularmente”.
En muchos negocios, no solo de Cali sino de muchas ciudades y municipios del país, se emplea a venezolanos. Sin embargo, no les pagan lo justo.
La vinculación es informal, en toda la extensión de la palabra. No solo se les paga por debajo del promedio, sino que además se eximen de pagarles seguridad social, cesantías, primas y todos los componentes que se derivan de una contratación formal. De la mano con esto, sinnúmero de colombianos quedan en la calle.
Un drama otras otro
Ya suficiente tienen los migrantes con la crisis por la que atraviesa Venezuela, para tener que enfrentar la explotación laboral en territorio colombiano. Tema que por supuesto, no ha abordado el presidente Duque.
“Yo llevaba cinco años trabajando en una de las peleterías de calzado en el barrio San Nicolás. Me encargaba de pulir las suelas de los zapatos. No ganaba mucho, pero era fijo. Cuando llegó la ola de venezolanos, me sacaron. Cinco personas trabajan allí.” Katherine Bejarano vende dulces frente al edificio del CAM. Lo más complicado son los solazos, especialmente al mediodía que es cuando más se vende ya que los empleados de la Alcaldía siempre compran chicles. Reconoce que en un buen día de trabajo gana $20 mil de ganancia, especialmente por los cigarrillos que dejan de por mitad.
Es un drama tras otro. A los venezolanos los explotan, una situación a la que no podemos ser ajenos, pero a los propios compatriotas los despiden cuando algunos propietarios de negocios ven la oportunidad de “ahorrarse unos pesos”. No media ninguna consideración.
“Lo que nos ganamos acá, sirve mucho. Puede parecer muy poco, pero para mi madre y dos hermanos que están en un asentamiento de Caracas, es una fortuna”, asegura Madelaine Hernández Ortiz, quien considera que a menos que le quiten su espacio, vendiendo arepas en las mañanas y al caer la tarde, ese será el oficio que por mucho tiempo representará su desvare.
Cosas de la vida. En el distrito de Aguablanca sigue el decurso de los días. Y los venezolanos que no siguen de tránsito hacia el Ecuador, se quedan. Les dan empleo en condiciones precarias. Y a muchos coterráneos, por su parte, les toca emprender la prolongada búsqueda de un trabajo, en lo que sea…